Índice
─ Introducción
─ Notas sobre el capítulo
─ Versión en español
─ Versión en inglés
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Introducción
Este texto es introducido en esta página (y es enlazado en ella):
Página-guía B.9:
unplandivino.net/transicion/
Está en el apartado de esa página dedicado a Robert J. Lees (buscar «Robert» en la página).
Para los audios (esta vez, para este capítulo tan largo, hice un audio sólo con comentarios para hablar de la sección de notas, y de otras notas puestas en el texto, etc.):
En esa misma página estarán enlazados y ordenados los audios. El audio de este capítulo ya está allí enlazado.
Reuniré todos los textos de este primer libro de R. J. Lees (A través de las nieblas) cuando vaya terminando de hacer esta «primera» versión de la traducción (que hago con ayuda de deepL, google, etc.) ─»primera» versión en el sentido de «para mi web»─.
Notas sobre el capítulo
(Notas sacadas de estas conversaciones sobre el libro ─que tienen Jesús y María Magdalena en grupo─:
─ 20120519 Through The Mists – With Mary – Chapter 6 S1
─ Minutos a partir de 1:10:00 más o menos:
https://www.youtube.com/watch?v=Dk86autjUTU;
─ 20120531 Through the Mists – With Mary – Chapter 6 S3
─ https://www.youtube.com/watch?v=DFW99-vIhnA)
Las personas que son sanadas, no son del tipo mayoritario en nosotros, sino personas que o bien se vieron muy restringidas desde pequeñas (prisioneras), o bien eran discapacitadas desde pequeñas, o bien no se conformarban con los errores de la sociedad y fueron restringidas y maltratadas en sus vidas por ello, etc.
Son personas que además acaban de llegar al mundo espiritual, que «están dormidas», o sea, que son mantenidas inconscientes incluso en el cuerpo espíritu, y pasan a esta coral magnética.
En cuanto personas que querían ejercer bien su libertad, pero se vieron restringidas, son personas algo similares a Fred, aunque claramente en otro nivel, pues Fred no había pasado por mucho maltrato físico continuado, etc.
Debido a las restricciones puestas en esas personas, incluso el cuerpo-espíritu de esas almas «no conformistas» había sido distorsionado.
El aspecto del cuerpo físico de estas personas, en la Tierra, no sería muy diferente a alguno de nosotros (no necesariamente deberían de parecernos personas con discapacidades).
Tienen como «implantes», apliques, que distorsionan el cuerpo espíritu ─el nivel de nuestro cuerpo espíritu─ y que tienen su correspondencia en el cuerpo físico, aunque quizá no se perciban tan dramáticamente.
También dan la información (Jesús y María M. en ese lugar enlazado) de que en la coral magnética solo se tratan los efectos de las emociones erradas en el alma de los «pacientes». Es posible quitar esos efectos (y más fácil si se hace con ayuda de Dios), pero no se quita la causa, insistamos. También comentan que eliminar los efectos suele hacer más fácil lidiar con la causa (pero, por cierto, también nuevamente Jesús se ve ante la disyuntiva o la pregunta o la petición incluso de que él haga eso (él o María M.): curar los efectos. Pero Jesús dice que no lo haría hasta que no esté en condición de unidad con Dios, que es cuando lo hizo en la primera vida. Literalmente da el dato de que, en los 6 años previos a obtener tal condición en la primera vida, estuvo enseñando la verdad divina, pero todavía no estaba en estado de unidad de amor con Dios (at-one-ment); él no «hizo» milagros en ese tiempo. Es decir, sólo en los últimos 3 años, más o menos, de su primera vida en la Tierra, es cuando se vio deseando eso, es decir, se vio «llamado», y habilitado perfectamente por Dios ─en un estado perfectamente puro de amor─, para realizar lo que se llama «milagros». Los milagros, como «sabemos», no son más que el efecto de una característica superior del comportamiento de las leyes de Dios cuando el amor divino está plena y perfectamente involucrado en una interacción).
Jesús comenta que el espíritu que dirige o canaliza esta sanación de estas personas discapacitadas ─el desencarnado Siamedes─ estaría en unidad con Dios (dimensión 8).
Otro aspecto fundamental es el de la compensación: en el mundo espiritual se restringe inmediatamente nuestro estado (nuestro entorno y la capacidad relativa a interactuar con él) si cometemos algo en desarmonía con el amor. El tema de la comparación entre la Tierra y el mundo espiritual surge entonces, pues en la Tierra, y como nuestros padres ya han provocado muchas «manchas» en nuestras almas (que nadie se merece: miedos, vergüenza, etc., que son emociones de los padres y madres), entonces, de pequeños, cometeríamos torpezas desamorosas, desde muy pequeños, tal como todos hacemos; pero, si nos ocurriera como ocurre en el mundo espiritual, entonces la ley de compensación haría inmediatamente una restricción en nosotros, y no podríamos seguir probando, errando, desarrollando la voluntad, ejercitando el libre albedrío para ver las consecuencias que tiene nuestra actitud, es decir, «desde dónde», desde qué emoción ejercitamos tal libre albedrío, etc.
Imaginemos entonces lo que eso supone para los niños que mueren pronto por cualquier motivo: abortos, abortos «naturales», enfermedades y discapacidad «heredada», hambre, etc.
Otro asunto importante es distinguir la justicia de la misericordia. Por ejemplo: no es misericordia lo que vemos en la curación de estas personas desfavorecidas, sino justicia, como se aclara bien en el texto.
Por otra parte, sobre la frase donde utiliza la palabra «Cristo» he hecho una nota entre corchetes, larga, en el propio texto. En un momento dado Mary comenta que esa frase podría ser debida a una especie de «añadido» del canal, de Robert (en Chapter 6 S3, en torno a 1:00:00).
Versión en español
CAPÍTULO VI
UNA CORAL MAGNÉTICA
Mientras caminábamos, me llamó la atención el tañido de unas campanas a lo lejos, y al mismo tiempo se apoderó de mí una irresistible fascinación que fue aumentando poco a poco hasta que, al final, sentí que una influencia invisible pero tangible me impulsaba a aceptar la invitación que esas lenguas rítmicas lanzaban a lo lejos. No podía decir cuál era esa influencia ni cómo había logrado tal dominio sobre mí, e incluso ahora, con mi experiencia más amplia de esta vida, soy incapaz de explicarlo. La sensación que me produjo fue nueva, fascinante e indescriptible. Su efecto parecía impregnar todo mi ser y ejercerse tanto desde dentro como desde fuera. Tampoco se debía enteramente a mi reciente llegada, pues percibí que tenía el mismo efecto sobre mi guía que sobre mí. Mediante algún proceso explicable, traduje la voz de aquellas campanas en una petición de ayuda y asistencia que sólo yo tenía el poder de prestar, y aunque no tenía ninguna inclinación a apresurarme a obedecer a la llamada, estaba seguro de que no sería correcto demorarme. Pero ¿por qué debería ser yo?, me preguntaba una y otra vez. Ignoraba por completo todo lo que me rodeaba. ¿Por qué no se llamaba a muchos otros que caminaban en la misma dirección, que se reunían, por así decirlo, desde todos los puntos cardinales visibles? Y mientras me preguntaba esto, escudriñé los rostros de los que estaban más cerca de mí y me convencí de que también ellos se movían bajo el impulso de ese mismo poder misterioso. Este descubrimiento sirvió para aumentar aún más mi interés y excitar mi imaginación en cuanto a cuál sería el resultado y la explicación.
Mi compañero vio, y sin duda comprendió por completo, la perplejidad que estaba soportando, pero cuando me volví y quise buscar la interpretación, él simplemente sonrió y mi lengua se quedó callada. Así que avanzamos obedeciendo al único impulso que nos atraía a ambos con su extraño poder magnético.
En ese momento se me proporcionó otra fuente de gratificación, ya que a través de los árboles comencé a ver en la distancia destellos fragmentados de una majestuosa pila de edificios a la que nos acercábamos constantemente. Hasta entonces, sólo había visto cosas así mientras contemplaba aquel paisaje infinito bajo la dirección de Eusemos, pero ahora era evidente que iba a tener la oportunidad de inspeccionar de cerca una de las casas del paraíso. En ese momento, un agradable espasmo de excitación se apoderó de mí y me pregunté involuntariamente: “¿Será esta mi casa?”, pregunta a la que respondí al mismo tiempo que no, pero no sé cómo, a menos que fuera por el poder de la revelación, que es tan natural y, sin embargo, una parte infalible de nuestra personalidad en esta vida. Por lo tanto, dejé de especular sobre la propiedad de la casa y me preparé para examinar sus características tan pronto como las circunstancias me lo permitieran.
Inmediatamente llegamos a la llanura abierta, cuyo centro y corona ocupaba [la casa/s], supe intuitivamente que estaba contemplando el Hogar del Descanso, o sanatorio, en cuyos terrenos había disfrutado de mi sueño reparador y rejuvenecedor. Así como la fisonomía de un hombre proporciona un cierto índice de su carácter y disposición, el contorno de este hogar declaraba de inmediato su naturaleza y propósito. De un vistazo vi que era una ciudadela de reposo, una fortaleza de descanso, una emboscada de alegría para toda alma que pasara por allí. Majestuosa y grandiosa en su modesta magnificencia como si sus cimientos estuvieran colocados en lo profundo de la eterna calma de la omnipotencia de Dios, pura e inmaculada en su estructura como el amor infinito e inmutable de su diseñador divino, cada piedra y rasgo aparentemente palpitaba con el espíritu de misericordia y perdón que flotaba a su alrededor, sentí, al contemplarlo, que de alguna manera había resuelto el misterio de esa profunda atracción por la que me había sentido llevado hacia tan deseable centro. Reverencia, gratitud, adoración y admiración parecían ser los porteros que estaban de guardia en las cuatro torres que se alzaban en los puntos finales de sus majestuosos pórticos.
La mayor parte del edificio que se veía desde donde estábamos, para que yo me maravillara y admirara sus bellezas, era sin duda un salón de enormes proporciones; su forma era la de un anfiteatro. Tres lados estaban flanqueados por amplias plazas de igual longitud, llevando el diseño a un cuadrado perfecto; las esquinas estaban ocupadas por cuatro torres que servían como entradas al salón. El estilo de la arquitectura era compuesto, las columnas que sostenían el techo de los pórticos eran corintias, su material se parecía más al marfil que al mármol; los pedestales sobre los que descansaban eran de alabastro rosado y lo suficientemente macizos como para formar las piedras angulares de las pirámides, pero mientras que los egipcios habrían dejado un espacio en blanco como una esfinge en sus caras, estaban revestidos [los pedestales, parece] con exquisitos bajorrelieves como los que a los griegos les encantaba tallar. Los frontones servían de galerías para grupos de estatuas, en cuya contemplación los convalecientes podían aprender lecciones progresivas de la vida a la que habían sido llamados. En esa atmósfera autoiluminada que no ofrecía ninguna facilidad para el nacimiento de sombras, desde la distancia a la que me encontraba, las paredes del salón parecían estar construidas con piedra de un delicado y variable tono de verde. Más tarde descubrí que este efecto se producía mediante una magnífica pantalla de mármol elaboradamente tallado y perforado, que envolvía el salón en pliegues tan exquisitos y suaves como el encaje, a través de los cuales se veía el follaje de una noble parra. Las torres se elevaban a una altura considerable, terminando en minaretes como plata pulida, desde donde las campanas emitían su música; y coronando el salón se alzaba una majestuosa cúpula que cumplía el doble propósito de completar el diseño e iluminar el interior.
La maravillosa adecuación de cada elemento de la escena entre sí me impresionó de nuevo; el arte y la naturaleza se mezclaban de tal manera que enriquecían la armonía. Esa llanura, que parecía un jardín tan artísticamente salpicado de flores y arbustos, habría estado medio desprovista de su belleza si esa noble estructura no hubiera estado allí; y en cuanto al salón, necesitaba ese manto de césped adornado con flores como marco adecuado para exhibir su perfección incomparable. Combinadas, las bellezas de cada uno se enfatizaban, mientras que los movimientos de la multitud mantenían el equilibrio de la armonía oscilando.
Cushna avanzó; y yo, embelesado con la escena y preguntándome cuál sería su siguiente desarrollo, le seguí mecánicamente, hasta que me di cuenta de que no era su intención entrar por ninguno de los accesos visibles para mí. Entonces, por un momento, vacilé, ya que toda mi alma me llamaba a entrar en ese lugar y dudé de si no me estaba llevando a otra parte. En un instante, adivinó mi dificultad y no pareció disgustarse en absoluto por ello, sino que, asegurándome que estaba a punto de entrar, me condujo a la parte principal del edificio, antes oculta a mi vista, y que formaba la morada temporal de quienes se quedaban en este hogar para descansar y recuperarse. En ese momento las campanas dejaron de sonar y me alegré cuando, sin intentar mostrarme las numerosas habitaciones que se abrían por todos lados, me hizo señas para que lo siguiera por un corredor que conducía a la sala. Al final, apartando una cortina ricamente bordada, me hizo pasar de inmediato a lo que legítimamente puedo llamar la arena.
¿Describiré la escena que se presentó ante mis ojos? Era una montaña de rostros por todos lados y, por encima y alrededor de nosotros, una atmósfera de paz ininterrumpida. Era consciente de que había alcanzado una meta; un período de incertidumbre yacía detrás de mí. Durante un tiempo me sentí satisfecho y respiré profundamente aliviado por haber logrado algo, no sabía qué, pero mi corazón estaba contento.
El suelo alfombrado de flores de aquel espacioso recinto contenía una serie de salones compuestos de diversos musgos aromáticos, suaves como el aire, cada uno diseñado para producir su propio efecto magnético peculiar. Cushna me llamó la atención sobre los diferentes olores que exhalaban y me invitó a arrojarme sobre ellos para comprobar su confort y, mientras obedecía, me explicó brevemente que el magnetismo es la fuerza y el alimento del cuerpo espiritual. Luego me condujo a un asiento vacío y me dejó a cargo de un amigo, quien, según dijo, me interpretaría la coral.
Rápidamente, aquel espacioso auditorio se llenaba de asientos. Grada tras grada, elevándose una sobre otra, contribuían a ese mar de rostros, en cada uno de los cuales la felicidad había grabado su nombre en caracteres vivos. De cada una de las cuatro entradas entraba un flujo constante hasta que la sala se llenó, cesando cuando sólo quedaba un asiento para el último que entraba. Los vestidos que se usaban eran de muchos colores, pero sólo de los tonos más claros; todos contribuían a que las agrupaciones fueran tan pintorescas como variadas. Los asientos inferiores estaban ocupados por niños que vestían túnicas de un blanco inmaculado, o de tonos de la más delicada naturaleza imaginable; algunos de ellos eran de tan tierna edad que me preguntaba cómo eran mantenidos dentro del orden tranquilo que reinaba en todas partes.
Tras ellos, miles de jóvenes y doncellas estaban dispuestos según un método que no entendí. Por encima de ellos, nuevamente había mujeres en mayor proporción aún; y finalmente, fila tras fila de hombres hasta el borde exterior de ese amplio círculo. Cada nación sobre la Tierra tenía su legítima representación en esa multitud, y todas estaban dispuestas de tal manera que cada complexión añadía su propia influencia al equilibrio del cuadro. Pero el pensamiento más agradable de todos era que cada voz diría «Padre Nuestro», al mismísimo Dios, y sentiría en el corazón que eran miembros de una sola familia. El judío no era consciente de la elección [referencia al tema «pueblo elegido»], el gentil había perdido su odio, la restricción de casta del brahmán se había roto, la mano del árabe ya no estaba en contra de su prójimo. La mujer hindú se había quitado el velo, el musulmán había perdido su intolerancia, los griegos y los romanos no pensaban en peleas mortales, la mano del zulú no sostenía azagaya, el indio no tenía hacha [indio en el sentido norteamericano y americano], mientras que el cristiano había envainado su espada. Los católicos y los protestantes se daban preferencia mutuamente, los episcopalianos se jactaban de no tener sucesión apostólica, y el sectario de mente estrecha se sentaba al lado del ateo de antaño, al que antes había condenado al fuego eterno. En medio de semejante multitud, con semejante vínculo que los unía, podía imaginar que no estaba muy lejos del santuario interior del cielo.
¿Fue la asociación en la que me encontraba lo que desencadenó semejante serie de reflexiones en mi mente? No lo sé, tal vez nunca lo sabré; pero después se resolvió en una sinfonía improvisada, que introdujo esa coral inolvidable. Apenas había llegado a su final cuando sonó la nota clave.
Al igual que los que me rodeaban, levanté la vista hacia la cúpula, donde una paloma de brillantez eléctrica sin matices se posaba con las alas extendidas, como para acallar el estremecimiento de su rápido vuelo. En su pico sostenía algo que brillaba y centelleaba con una gloria que palidecía el brillo de su portador y se sumaba perceptiblemente a la luz sagrada que bañaba la sala. Con un solo impulso, pero sin sonido, aquellos miles se levantaron e inclinaron sus cabezas en reverente adoración; y cuando el silencio se hubo convertido en una terrible calma, el sentido avivado del alma casi podía oír cómo esa joya revoloteaba en el aire, y, como luz de relámpago que desaparece de nuestra vista, la paloma había desaparecido.
Despacio, y constante como burbuja en el aire en calma, ese glóbulo brillante flotó, cayendo gradualmente en el centro de esa vasta concurrencia de adoradores. Hacia abajo, lentamente hacia abajo, agrandándose a medida que caía, ganó aún más brillo por expansión. La observaba con la respiración contenida, preguntándome cuándo deberíamos hacer sonar la profundidad de su imponente asombro [cuándo deberíamos por así decir, suspirar, emitir algún «suspiro» o similar, debido a esto], hasta que, finalmente, estallando con un suave repique detonante, arrojó una parte de su rocío cristalino sobre cada cabeza de la audiencia, que permaneció durante todo el servicio como una joya enviada para hacer destellar la bendición de Dios sobre sus hijos allí reunidos.
Los ecos de esa suave percusión permanecieron mientras esa vasta concurrencia ocupaba sus asientos, portando la brillante insignia de la presencia de su Padre, que esperaba para escuchar y responder a las oraciones.
Siete compases de silencio intervinieron, y luego llegaron a mis oídos los primeros acordes del primer coro. El tema comenzaba con un número pianissimo al unísono de magnetismos masculinos, pues en toda ese coral no había un sonido articulado en solitario. Miré, y de las cabezas de los hombres se desprendían rayos carmesí que, lanzándose hacia el centro de la cúpula, se mezclaban entre sí, formaban círculos de diversos tamaños y comenzaban a girar en la habitación. Los movimientos causaban vibraciones de tonos más graves o más agudos, según el tamaño de cada círculo y la velocidad con la que se movía. El efecto de esta mezcla de bajo y tenor era como la música apagada del oleaje del océano cuando se escucha desde alguna colina lejana del interior. La melodía era demasiado dulce como para ponerle palabras sin desmerecer su cadencia; y sin embargo, mientras escuchaba su santa inspiración, cuyo mayor encanto era la perfecta unión de tan diversas naciones, religiones y lenguas, sentí que el cielo había logrado un triunfo al ponerle música al poema inmortal del más dulce cantor de Israel, y que estaba escuchando un desafío a la Tierra y al cielo: “¡Mirad cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos habiten juntos en armonía!”.
Una vez hecha la invitación y agotada la gama de sus variaciones, los círculos cesaron su vuelo, se encontraron, se abrazaron y finalmente se extendieron como un dosel a través de la cúpula. Luego siguió un conducto [duct] de las ofrendas azules y ambarinas de los jóvenes y doncellas, que fue aumentando gradualmente el volumen de su crescendo, con los barridos de la soprano azul y las curvas de la contralto ambarina despertando dulces ecos con la declaración: “Es como el ungüento precioso sobre la cabeza, que baja hasta la barba ─incluso hasta la barba de Aarón─, que baja hasta los bordes de su manto”.
En este punto, las mujeres unieron sus latidos rosados de una segunda soprano para engrosar el trío: “Como el rocío de Hermón, y como el rocío que descendió sobre los montes de Sión”. Luego, el coro completo repicaba, mil niños aportando el brillo de su música sin matices, mientras el dosel de círculos se reorganizaba y se movía para prestar su profunda base a esta sección [de la coral].
Sonaba como un coro de ángeles cantando, con la voz de truenos lejanos, y el propio bourdon [bajo de fondo] del cielo sirviendo como contrabajo a la orquesta del oleaje oceánico. Todas las armonías, arriba, abajo, alrededor, con todos los acordes y voces que la naturaleza pueda ordenar, se representaban en la confirmación universal: “Porque allí el Señor ordenó Su bendición, incluso vida eterna”.
El coro crecía a nuestro alrededor con tal fuerza e intensidad majestuosas que cada color destellaba su eco para realzar la gloria, hasta que la sala se bañó con el perfume de la acción de gracias; luego, al reunirse sobre la arena, cuando se llegó al último compás, se formó una armonía de matices tan dulces como la del sonido, y la nube ascendió como una ofrenda de gratitud por el amor de nuestro Padre.
La cúpula aún no estaba libre de esa nube prismática cuando un acorde de música aún más dulce cayó sobre nuestros oídos, y percibí que las joyas en nuestras cabezas estaban repicando la aceptación y el “Amén” de Dios.
Hasta ese momento, Cushna había asumido la dirección desde el centro de la arena, rodeado de varios hombres y mujeres jóvenes que se movían en un orden elegante al ritmo de la música, como si estuvieran realizando alguna figura en una danza mística. Al preguntar, me informaron que este coro no era más que una introducción a la ceremonia, cantada para ayudar a esos asistentes especiales a producir una condición magnética adecuada en la que introducir a los pacientes; y mirando atentamente, en obediencia al deseo de mi instructor, vi que no todos los magnetismos habían ascendido; algunos se habían destilado ─¿debería decir «eterificado»?─ y llenaban la arena cual mínimos trazos de nube; y, sin embargo, no era una nube, ya que tal designación transmite la idea de un vapor insustancial que podría haber sido transportado en los brazos del movimiento; esto tenía peso y cuerpo, a través de lo cual los asistentes se movían de un lado a otro como los bañistas se mueven en aguas poco profundas, a excepción de que este algo, apenas visible, parecía no ofrecer resistencia. He aquí una metáfora que dará la idea de lo que parecía ser: era como el espectro de un lago, que en su vagar inquieto hubiera sido conjurado para detenerse por un tiempo, para que los espíritus de algunos hijos de la mortalidad pudieran bañarse en él y lavar los últimos rastros de tierra [earth: lavarse la tierra y lo de la Tierra].
En ese momento me llamó la atención un hombre que entró en la sala desde el corredor por el que yo había llegado. Su figura alta y robusta estaba vestida con una túnica de color gris eléctrico, sobre la que llevaba un manto azul suelto, forrado de ámbar y magníficamente bordado desde la cintura hasta abajo. Su rostro, complexión y porte general recordaban a un jeque árabe, salvo que la altivez había sido reemplazada por una tranquila humildad. Alrededor de su cabeza, cintura, muñecas y tobillos llevaba círculos de una extraña amalgama, engastados con gemas que emitían rayos de luz, formando así seis círculos de halo, que lo investían de un misterioso poder.
Cuando entró en la arena, un destello de bienvenida lo recibió desde aquella inmensa asamblea. Echó un vistazo a la sala, como un director experto inspecciona su orquesta para ver si todo está listo para el movimiento de la batuta; al llegar al punto donde Cushna lo esperaba, simplemente inclinó la cabeza, ante lo cual los asistentes se dieron la vuelta y abandonaron la sala por el pasillo por el que él había entrado.
Aproveché la oportunidad para preguntar:
“¿Quién es?”
“Siamedes, el experto magnético que dirigirá la coral”.
“¿Un oriental, supongo?”.
“Asirio”.
No tuvimos tiempo para seguir conversando. Apenas había pronunciado esa única palabra cuando el asirio levantó la mano, como para llamar la atención de su público; por un instante permaneció en suspenso, mientras una luminosa nube verde mar le envolvía, y luego, con un movimiento majestuoso, trazó un círculo, arrojando el halo en el aire sobre él. Una pausa, y luego otro movimiento repetido una y otra vez, cada uno agregando otro círculo para expandirse y seguir a su predecesor. Sólo un latido de pulsación es lo que marcaba el intervalo entre cada golpe, pero lo suficientemente largo como para cambiar el color, ya que él deseaba cambiar la nota para formar ese toque de corneta con el que convocar a su ejército a marchar hacia la victoria.
El desafío no había desaparecido cuando una respuesta jubilosa flotaba en el aire. Era un ritmo marcial, y casi se podía imaginar que se oía el paso firme y mesurado de los batallones que se acercaban, con la fuerza y la confianza de su causa, hacia un triunfo seguro. El suave crescendo crecía en fuerza y volumen a medida que cada ola sucesiva de magnetismo se extendía por la extensión que había sobre nosotros. Su forma ya no era círculo, curva y destello, como en el coro inicial, sino que, siguiendo el ejemplo del asirio, cada contribución llegaba en secciones vaporosas para formar las nuevas armonías de ese tema.
Olas de prímula [color de algunas prímulas, o flor primavera, quizá rosado] y azul se encontraban y se besaban entre sí en el acorde de vida para el que habían nacido, para luego mezclarse en su siguiente desarrollo para formar el verde glorioso de la esperanza; nubes de fuerza carmesí de los hombres acogían en su abrazo la pureza blanca del amor de los niños y los mimaban hasta convertirse en tonos de empatía; luego, cada uno se rindió al otro, unidos en el rosa de la caridad. Marrón y rosa, malva y cereza, castaño rojizo y gris, verde y dorado se bañaban uno en otro, se abrazaban y se arremolinaban, mientras cada uno producía la nota deseada; y habiendo logrado así el primer propósito de la existencia, añadieron a su música el perfume del deber cumplido fielmente, hasta que el aire se cargó de sonidos fragantes, que cambiaban de volumen y de tipo con cada acorde y combinación.
Al final, la sala se llenó; el perfume comprimía el color y el color abrumaba el sonido, pero esa gran marcha de vida parecía estar sólo a medio terminar. Nuevamente, el maestro levantó y agitó su mano, esta vez arrojando a las nubes transparentes que nos rodeaban chispas abigarradas que brillaban con un resplandor eléctrico, cual joyas que brillaran al sol. Hubo una pausa de un instante, durante la cual el magnetismo de esa multitud cambió la forma de su apariencia, y luego el perfume, el sonido y el color se complementaron con una miríada de gemas que dieron aún mayor belleza a la escena feérica [de «hadas»]. Al final, de la cabeza de Siamedes surgió una señal de arco iris y la música se fue apagando gradualmente, pero la fragancia, la luz y el color aún permanecían.
Mientras esto sucedía, los asistentes llevaron a los pacientes adentro. El servicio se prestó con mucha ternura, pues Cushna fue cuidadoso en la asignación y disposición de cada diván, en el que cada uno era colocado como si hubiera estado sujeto a un dolor insoportable ─en lugar de yacer en un estado de inconsciencia─. Estaba ansioso de agotar sus recursos para mitigar su sufrimiento. Cuando el último diván hubo recibido a su ocupante, se dio una señal y la música cesó.
En ese momento, el salón era como un mar de colores abigarrados, un mar mágico, incomparable, con sus profundidades ahora inmóviles iluminadas por un millón de lámparas de hadas; un mar en el que yacía sumergida una poderosa multitud, abrumada de alegría y tranquila satisfacción. Bien podía ser así; porque, ¡oh!, ¡la vida, la vida en aumento, que encontró su nacimiento allí! Sus aguas pudieron reposar, para que pudieran bañar suavemente a los durmientes con la plenitud de la vida y reinjertar la existencia que parecía vacilar en los desastres y catástrofes por los que su pasado los había llevado. El ojo experto del asirio observaba atentamente el progreso de cada paciente a medida que los poderes energizantes que los rodeaban eran absorbidos y asimilados, hasta que la fuerza que regresaba comenzó a manifestarse y la inoculación había producido el cambio necesario.
Cuando estuvo satisfecho, se echó el manto sobre los hombros con un gesto regio, levantó los brazos y los agitó de un lado a otro como un monarca balancearía su cetro, confiado en que alguna orden previa sería obedecida. El efecto fue talismánico. Esas fuerzas misteriosas asumieron inmediatamente inteligencia, entendieron su señal y se apresuraron a obedecer.
Por la operación de alguna ley mística, cada color se dividió del resto, algunos se transformaron en formas de frutas o flores; otros, tejidos en semejanzas de brocados de seda, felpa y satén, fueron envueltos en elegantes pliegues como tapices decorativos en las paredes, adornados y bordados con una multitud de gemas, que destellaban su lustre desde los bordes. Otros, a su vez, fueron tejidos en estandartes o emblemas triunfales, con los que se vistieron la cúpula, la arena y los asientos; mientras que la ofrenda de los niños, tejida en encaje de pureza inmaculada, fue recogida en festones y cenefas para terminar las decoraciones. Así, por el simple acto de la voluntad del asirio, el salón se transformó y se adornó, como si fuera una acción de gracias o una bienvenida a casa, cuando una nación se reúne para honrar el regreso de un jefe o rey exiliado.
Conforme extendió sus manos al cielo, todas las rodillas a su alrededor se doblaron en adoración. Lo supe, aunque mis ojos estaban fijos en aquel que, frente a mí, parecía un gladiador preparándose para la contienda, confiado en la victoria, aunque la muerte misma fuera su adversaria. Sin embargo, no estaba orgulloso ni arrogante. Toda su majestuosidad de semblante, la gloria de su fuerza, la perfección de su forma, parecían serle desconocidas o, más bien, por el momento quedaron en el olvido, y nada más que el corazón infantil permaneció mientras se dirigía a su Dios. Sus pensamientos volaron hacia arriba, como espasmos de relámpagos engendrados por la Tierra que vuelan hacia el sol, puros y sin ningún matiz de color. Se dirigían al Gran Supremo, y nada más que la pureza inmaculada puede ganar acceso a esa presencia sagrada.
¿Hubo temblor en su temprano vuelo? No lo sé; pero si así fue, fue debido a la intensa entrega del alma que derramaba sus libaciones. Todavía no había palabras; pero en la música plateada pensé que podía comprender la carga de su corazón: “Tuya, oh Señor, es la grandeza, y el poder, y la gloria, y la victoria, y la majestad; todo lo que está en los cielos y en la Tierra es tuyo; tuyos son todos los reinos, oh Señor, y tú eres exaltado como cabeza sobre todo. Tanto las riquezas como la honra vienen de ti; y en tu mano está el poder y la fortaleza, y en tu mano está el hacer grande y dar fuerza a todo. Ahora, pues, oh Padre, te damos gracias y alabamos tu glorioso nombre” [como vemos, el texto está salpicado de citas de la Biblia, esta por ejemplo parece ser de Crónicas 29:11-13].
Su oración estaba terminada. No hubo súplica. Su confianza y fe declararon que eso era innecesario. La presencia de esa multitud a su alrededor era una súplica más elocuente y aceptable de lo que él podría formular. Dios no requiere superfluidades. Él no era más que el representante de muchos que deseaban obtener una victoria sobre un mal que hasta entonces había triunfado, y él no era más que el campeón elegido para el combate. Desnudo para la refriega, se detuvo para poner sus armas a los pies de Aquel por cuya gloria estaba a punto de luchar, para agradecer a su Rey el uso de armas tan victoriosas y luego para esperar la señal real para atacar. Estaba allí para romper las ataduras del cautiverio, para dar libertad al esclavo, y en sus ojos brillaba la seguridad del triunfo. Su victoria ya estaba ganada en la confianza que poseía.
Su mirada firme todavía descansaba en esa cúpula abovedada. Sabía que la respuesta no tardaría, y cuando llegara lo encontraría esperando para recibirla. Un silencio más profundo cayó sobre nosotros, y luego una nube de gloria, como manto solar, descendió, haciéndolo irradiar [al maestro] con el poder y la presencia de Dios.
No había necesidad de esperar más cuando se estaba revestido de tal autoridad y sanción. Se acercó a un diván sobre el que yacía una joven deformada casi hasta el punto de no poderse reconocer su forma humana. Tenía aparatosos apliques [appliances] en casi todas las partes de su cuerpo, que no eran para ayudarla o servirle de apoyo, sino para torturarla y obligarla a adoptar formas enanas y antinaturales. Los ojos habían sido girados a propósito para que su vista fuera incierta, mientras que sus miembros estaban comprimidos y deformados así, para evitar la posibilidad de movimiento sin ayuda.
Recordemos aquí claramente que esta deformidad era espiritual, pero para mi asombro en ese momento, confirmado por una experiencia posterior y considerablemente más extensa, descubrí que en las personas de estos recién llegados de la Tierra, para cuyo beneficio y asistencia se celebran especialmente las corales, las restricciones espirituales impuestas arbitrariamente a una mente inquisitiva con el fin de evitar que sobrepase los límites dogmáticos [ver notas al principio], producen en el alma una desfiguración en el crecimiento tan tangible y real como si fueran aparatos quirúrgicos diseñados a propósito para producir formas tan horribles. Y el Gran Padre, en Su provisión que todo lo abarca, ha diseñado este proceso de restauración para que esas almas oprimidas y luchadoras sean restauradas de inmediato a su condición normal y entren en la vida inmortal libres de las discapacidades bajo las que han operado hasta ahora. Además,
que no se suponga que estoy tratando de crear una ficción poética, para lo cual dejo que mi imaginación vague en busca de novedades o situaciones; la verdad es mucho más extraña que cualquier ideal de ese tipo que la mente pueda formular, y en este relato me conformo con exponer los simples hechos de la ley eterna de Dios, tal como he descubierto, y como tú descubrirás más adelante.
Mis descripciones pueden sacudir tus sentidos por su materialidad aparentemente vulgar; incluso pueden causar una conmoción por lo que parece ser una descripción burda y antagónica de tu apreciada concepción de la naturaleza de esta vida. No me puedo responsabilizar de ello. Mi intento es traducir al vocabulario prosaico de la Tierra, en la medida en que las circunstancias y los medios lo permitan, alguna ligera idea de las realidades y verdades que se encuentran en el poema y la música de esta vida futura. Si el resultado no es más que una jerga espesa y gutural, carente de melodía y decepcionante para tus esperanzas, no me culpes. La extensión de mi deseo es tan sólo la de indicar un breve esbozo de lo que podría ser el panorama si tuviera las capacidades e instrumentos [facilities] a mi disposición; pero ese esbozo es fiel a la escala, como tú mismo comprobarás algún día por experiencia. Si intentas retraducir mi relato de lo físico a lo espiritual, para que puedas comprender la verdad tal como la veo, permíteme ofrecerte una sugerencia, si prestas atención a la cual al menos la mitad de tus dificultades se habrán despejado. La muerte produce un cambio, y es este:
En el proceso de disolución todo se altera excepto tú mismo; las cosas viejas pasan y todas se vuelven nuevas, pero tú permanecerás inmutable, sin cambios, mientras un mundo hace su salida y otro su entrada en el teatro de tu vida. Esta transformación se efectúa en un abrir y cerrar de ojos cuando se agita la varita del Mago de la Muerte. Lo material se desvanecerá «como el tejido sin base de una visión» para aparecer para siempre como una sustancia vaga y sombría que debe buscarse y que solo será vagamente visible para el estado recién adquirido; mientras que ese mundo sobre cuyas orillas eternas descansarán tus pies, saltará del reino de la visión a una realidad sólida y sorprendente, con cimientos que nunca se pueden remover, ya que están ahí en lo profundo del seno de la infinitud, cuyos habitantes han resuelto los dolores del parto de la inmortalidad. Ten esto en cuenta y lee las siguientes páginas a la luz de esta sugerencia; entonces comprenderás por qué no he dudado en utilizar ese lenguaje, por indigno que sea por otras razones, que te transmite la idea de que los escenarios entre los que me muevo son, al menos para mí, tan reales y sólidos como la Tierra que aparece ante ti en la actualidad.
Otro pensamiento que ofrece material para la meditación y la reflexión, y puede ayudar a eliminar la impresión de que mi afirmación de deformidad espiritual es errónea e imaginativa: La promiscuidad de los padres, la inmoralidad, la ignorancia, los accidentes y otras cien influencias prenatales producen distorsiones físicas y mentales en un niño. ¿Por qué, entonces, debería ser ilógico afirmar que, de la misma manera, los errores espirituales, las ideas antinaturales y las restricciones intolerantes generan malformaciones y desfiguraciones correspondientes en el alma, cuando se la libera de la carne en la que se han moldeado su forma y sus rasgos? Sea que puedas convencerte de la razonabilidad de este punto o no, el hecho sigue siendo el mismo, y no está lejos el tiempo en que reconocerás su verdad y apreciarás la justicia de la ley por la que se rige. No te engañes, las enfermedades del alma resultantes del pecado personal sólo se eliminan y curan mediante procesos lentos y dolorosos; pero los defectos inevitables causados por el pecado de otros o por la fuerza de las circunstancias, tienen una rectificación rápida en corales como esta, a la que quiero llevar tu atención.
Pero volvamos a mi digresión.
Observé muy de cerca al asirio mientras se dedicaba a eliminar esas restricciones torturantes. Al principio, debo confesar, parecía un trabajo inútil de amor en el que estaba involucrado, ya que apenas había indicación de que quedara vida en la víctima. Sin embargo, pronto daba signos evidentes de que era todavía sensible al dolor que le causaban, pero incluso entonces pensé que sería una mayor bondad dejarla morir en paz en lugar de molestarla cuando ya era demasiado tarde para salvarla. En ese momento de compasión, me olvidé de que ya no podía morir, porque la muerte misma había muerto. Con más tierno cuidado del que una madre podría haber mostrado a un hijo enfermo, las suaves y tiernas manos de ese médico soltaron y tiraron de cada atadura, hasta que finalmente se quitó la última y ella quedó en perfecta libertad. Sintió la libertad y, contenta de hacer un esfuerzo para usarla, intentó, con considerable éxito, darse la vuelta, bostezó y estiró los brazos; luego, al ver que toda restricción había desaparecido, finalmente se enderezó en el diván y, dándose la vuelta, cayó de inmediato en un sueño fácil y reparador. Todo el movimiento fue la acción espontánea de una persona que, despertando de un sueño inquieto antes de haber obtenido suficiente descanso, y sintiendo como el terror de una pesadilla que se había desvanecido de golpe, se vuelve a dormir de inmediato sin despertar por completo la consciencia.
Es mejor imaginar que describir con qué interés y simpatía Siamedes observaba su progreso, hasta que ella se quedó en ese reposo tranquilo y cómodo que hasta entonces le había sido ajeno. Luego se sintió satisfecho y se volvió para prestar atención al siguiente caso.
Todos mis poderes de observación se centraron en ese individuo; el trabajo de liberación posterior sería más o menos una repetición de lo que ya se había logrado, y como había mucho que no podía entender, juzgué que había llegado la oportunidad adecuada para buscar alguna explicación; por lo tanto, volviéndome hacia mi compañero, pregunté:
«¿Podrías explicarme qué son estas ataduras y cómo son posibles aquí tales deformidades?»
«No tengo ninguna duda», respondió, «de que este servicio está lleno de asombro y maravilla para ti. Debe ser necesariamente así, hasta que te familiarices con nuestra ley y modo de existencia, hasta que aprendas cuán escrupulosamente esta vida es un corolario de la que dejas atrás. La hipocresía, la farsa y la palabrería son máscaras que se rasgan a medida que atraviesas las nieblas, y el hombre real, ya sea vil o noble, aparece sin disfraz, capaz de leer y ser leído por todos los hombres. Con nosotros no hay subterfugio disponible para ocultar deformidades desagradables, no importa si surgen de tu propio pecado o de la negligencia y criminalidad de otro. Todo es conocido.
“Ante ojos expertos como los de Siamedes, Cushna y miles de ministros así, comprometidos con su noble trabajo, el verdadero autor y fuente de cada una de esas malformaciones se puede distinguir de un vistazo, y, por una ley inexorable e imposible de evadir, la pena y el castigo de cada mal recae sobre el ofensor. En esto verás que hay un equilibrio de cuentas y una justa retribución por las acciones realizadas en el cuerpo [las acciones realizadas cuando «estamos en el cuerpo físico»]. Es un triste error decir que la muerte nivela a todos los hombres, y que esta vida es nueva, mientras que el registro de la anterior ha sido borrado con la esponja de la muerte. Toda vida es una continuación de lo que había sucedido antes; y al entrar aquí, no has hecho más que pasar la página para comenzar otro capítulo, pero la historia y la trama son las mismas.
“En esto veréis que se rectifican los errores del pasado, se deben saldar las cuentas pendientes y se debe conceder una compensación a quienes han sufrido injustamente. Aquí los hombres son pesados en la balanza de Dios, evaluados por un tasador cuyo juicio es justo y contra cuyo veredicto no hay más apelación que la del arrepentimiento. No encontraréis soborno ni corrupción; todo es rigurosamente real; todos los hombres y las cosas son exactamente lo que parecen ser.
“Las restricciones que atan a estos amigos [los pacientes] han sido usadas en violencia contra su mejor juicio, pero al carecer de poder para vencer las fuerzas que se les oponen, se han convertido en víctimas de las circunstancias y han pasado sus vidas en una esclavitud molesta, siendo dominados por voluntades y usos a los que no podían resistirse con éxito. Si hubieran dado un consentimiento dispuesto a la costumbre y al dogma, si hubieran seguido con fe incuestionable lo que otros les indicaban y se hubieran contentado con aplastar el derecho a pensar, habrían desarrollado la pequeñez de alma requerida, sin necesidad de aplicar restricciones. Pero reconocieron al Dios que había en su interior y se negaron a acallar la voz que los llamaba a deberes más nuevos, más nobles y más elevados, para el bienestar de su especie.
“Sus declaraciones proféticas eran peligrosas para un oficio, por lo que había que ponerles la mordaza; sus ojos veían visiones de gloria venidera para los cansados y oprimidos, por lo tanto, había que distorsionar su vista, para que no se pusieran en peligro los intereses de una clase; el vigor inteligente del niño proclamaba un líder en el hombre, y la iglesia y el dogma emitían cartas para mutilar su poder y forzar la noble estatura del gigante a las contorsiones del enano. Puedes ver que era una batalla a muerte: se impedía que las vidas nobles trabajaran, se desperdiciaban, sí, cosas peores; porque mientras que estaban destinados a la construcción y la liberación, al ser manipulados a la fuerza, fueron pervertidos por la intolerancia partidista y obligados a luchar por la existencia en lugar de esparcir las bendiciones que estaban destinados a llevar a sus semejantes. El resultado se puede ver en los naufragios que yacen ante nosotros: oportunidades desperdiciadas, intelectos desperdiciados, vidas desperdiciadas. Por todas estas cosas, los responsables deben ser llevados ante el juicio.
“La culpa debe ser castigada justamente, mientras que el exceso de dolor que la víctima ha soportado debe recibir su legítima compensación. Con el castigo no tenemos nada que ver, la ley natural de esta vida es plenamente adecuada a eso, y cada alma culpable recogerá la justa cosecha de la semilla que ha sembrado. Es para que podamos participar en la compensación por la que estamos aquí. La justicia exige que se dé una liberación instantánea de esas ataduras, y la vida debe ser prodigada a los que sufren hasta que hayamos ayudado a reforzar y vigorizar sus almas, y entonces cada uno alcanzará el pleno desarrollo para el cual fue diseñado y por el cual lloró y luchó, pero fue impedido por la acción de los opresores”.
“Pero ¿dónde encontramos misericordia y perdón en la administración de tan inexorable justicia?”, pregunté.
“Todo atributo de Dios tiene su esfera legítima de operación”, respondió, “y el mantenimiento inviolable de cada uno en su orden designado es esencial para la continuidad de la perfección todopoderosa y omnisapiente de nuestro Padre, pero es imposible que cualquiera de ellos usurpe la jurisdicción de otro. Supongamos, por un momento, que se permitiera que la misericordia se opusiera a la justicia y prevaleciera en un solo caso; el resultado inmediato sería una injusticia, ya que mostrar misericordia al ofensor sería una injusticia para el ofendido, a menos que, a su vez, le mostremos misericordia también. Llevemos esto a su secuencia lógica y nos veremos obligados a abolir la justicia en favor de la misericordia, en cuyo caso el castigo y la retribución se volverían una imposibilidad; la ley sería letra muerta, y el pecado, libre de temor o restricción, se deleitaría en su licencia. Pero cuando vemos el funcionamiento de los atributos de Dios de acuerdo con Su plan divinamente designado, descubrimos cuán infinitamente sabia ha sido la adaptación a las necesidades de la familia humana en su desarrollo.
“Tomemos las que has mencionado: Misericordia, Justicia y Perdón. La Misericordia opera en la Tierra, donde la paciencia, la tolerancia y la longanimidad son tan necesarias durante las primeras etapas de la existencia consciente del alma. Imagina la catástrofe y el desastre que se producirían si la justicia infalible fuera entronizada en una crisis como esta en la historia de la vida: ¿habría alguna inmortalidad posterior que registrar? Inconsciente, prácticamente, de su «de dónde» y «hacia dónde», un experimentador sin guía en cuanto a sus poderes y capacidades, [sin guía ante el] fracaso y error, [sin guía sobre] la ley por la cual se desarrollará y aprenderá a comprenderse a sí mismo, inseguro de si es correcto satisfacer incluso el más ardiente de sus anhelos, lleno de miedo y temblor ante las fuerzas que lo rodean, ante un volumen de naturaleza, de una naturaleza de cuyos jeroglíficos es ignorante aunque se le pide que lea, él mismo, el misterio más profundo entre el millón de otros problemas; bajo tales circunstancias, ¿cuántas veces la Tierra le sería arrebatada al hombre [o de sus pies, el suelo se le quitaría de sus pies… la Tierra prácticamente se le quitaría de su campo de actividad] si la justicia se aplicara a cada transgresión de la ley ─esa justicia que es perfecta como lo es su Creador─?
“¡No! Este atributo no podría aplicarse a una condición tan subdesarrollada; ¿qué hombre podría ser lo suficientemente salvaje como para imaginar que sí? ¿No es más bien la ausencia de justicia, tan manifiesta, lo que se utiliza como argumento contra la existencia de un Dios, mientras que se ha convertido en un proverbio entre las naciones que “la Villanía es heredera de la Fortuna, pero la Honestidad se casa con la Perdida/Señorita [«Miss»: creo que quiere decir que la honestidad se casa con los desheredados, por así decir; es decir, está más cerca potencialmente de los que no están destinados a ser ricos, etc., tal como puede ser el caso una mujer, que por ejemplo sea la hermana de un primogénito, y que, si ella no se casa y es «señorita», estaría como perdida para las cosas y las «causas» del matrimonio (la obligación social, funesta, de casarse obligatoriamente y tener hijos por obligación, por aburrimiento, por ser normal, etc.). Esa señorita es sin embargo más «cortejada» por la honestidad ─digamos─]”. La opresión, la tiranía y la persecución son rampantes; que “la fuerza es el derecho” es el lema universal prácticamente tanto de la política como de la religión; los ricos y adinerados son los honrados por las naciones; los pobres y necesitados, [son] la maldición y la perdición [«bane»]. ¿Es esto correcto?, me preguntarás, y yo responderé, ¡mil veces no! Pero incluso la injusticia del hombre no es lo suficientemente fuerte como para hacer que Dios cambie la acción de Sus atributos y sustituya la Misericordia por la justicia, en la Tierra.
“Esta costumbre universal es errónea, y el hombre ha adquirido suficiente conocimiento para saber que es así; pero Dios es paciente para que el opresor pueda redimirse antes de ser llevado a juicio. La misericordia implora mientras quede la esperanza de restitución; pero una vez que la ley se apodere del ofensor, el asunto pasa del tribunal de la Misericordia al de la justicia. Las nieblas que marcan la línea divisoria entre ese estado y este, también forman el vestíbulo de la sala del juicio, y cada alma debe pasar por allí y recibir su justo veredicto antes de entrar aquí. La misericordia no tiene poder para cruzar ese umbral; el alma se encuentra sola ante ese tribunal inescrutable como su propio testigo, su propio juez, y por lo tanto, sus actos de vida dictan una sentencia que no admite apelación alguna”.
“Pero del perdón… ¿qué hay de eso?”, pregunté.
“Eso viene después”, respondió. “Las penas impuestas por esa justicia son por las faltas cometidas contra el prójimo; esos pecados deben ser redimidos, nunca son perdonados, porque nadie, ni siquiera Dios, tiene poder para perdonar una ofensa contra alguien que no sea Él mismo, por ser ello contrario a Su propia ley. Cuando la penalización por los pecados cometidos contra el prójimo ha sido justamente saldada [«discharged»], entonces, el alma arrepentida tiene poder para pedir perdón por su pecado contra Dios [«his sin against God»], que siempre es gratuitamente concedido; pero es necesario que primero se reconcilie con su hermano, porque sólo “el que tiene las manos limpias y el corazón puro” puede ascender a la presencia de Dios, donde Cristo asegurará su remisión completa” [la referencia a Cristo se puede entender así: Sólo cuando estamos en la dimensión 8, donde ya estamos en condición de unidad con Dios («recibiendo todo el rato amor de Dios»), sólo en esa condición ─que alcanzó Jesús incluso estando todavía en la tierra física─, es cuando estamos plenamente sin miedo a Dios. En esa condición habremos saldado todas las «deudas» en nuestra alma, deudas que tienen su causa también en todo aquello con que hemos afectado a nuestra relación con Dios, y a la relación de otras almas con Dios, debido a todos nuestros pecados recibidos y cometidos. La afirmación que se hace aquí sobre Cristo podríamos interpretarla erróneamente para decir que Jesús es un «mediador necesario». Ese papel es el que dogmáticamente parece ser que se afirma que Jesús tendría. Pero Jesús no tiene más que si acaso metafóricamente ese papel, ya que su ejemplo está ahí para permitir que nos establezcamos todos como hermanos en relación directa de amor con Dios, porque, como él mismo dijo, todos haremos cosas así y mayores (Juan 14:12-13): «De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, las obras que yo hago, también él las hará; y aun hará mayores que éstas, porque yo voy al Padre. Y cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, la haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo».
En esta cita, no dice: «haced y pedid todas las cosas en mi nombre, pues yo soy el mediador necesario»; interpretar eso sería falaz. Podemos decir que, pidiendo a Dios, en la relación sincera con Dios, podemos «pedir» a la vez «en nombre de Jesús», así como en recuerdo y cultivo de la fe, la fe que tenemos acerca de que, por ejemplo, Jesús pudo, él primero, estar en comunión continua con Dios, por primera vez, en la Tierra y en el mundo espiritual].
Me quedé callado ante la inesperada aclaración de una dificultad que siempre me había desconcertado, pues sabía que mi instructor no estaba exponiendo sus opiniones, sino hechos reales que se oponían ampliamente a todas las ideas y enseñanzas que había oído en la Tierra, y sin embargo estaban cargados del más trascendental interés para cualquier alma que tuviera que atravesar las nieblas, y en lo más profundo de mi ser anhelaba de nuevo descubrir algún medio por el cual pudiera llegar a la Tierra y hacer la revelación para beneficio de los ciegos y los ignorantes. Sin embargo, mi amigo no me dejó mucho tiempo solo, sino que llamó mi atención sobre lo que estaba sucediendo en la arena.
Se habían quitado todos los vendajes y restricciones, y todos los pacientes estaban libres de las ataduras con las que la Tierra los había amordazado. El orden del procedimiento había sido tomar primero el caso más grave, y así sucesivamente, hasta que la reanimación de todos pudiera lograrse lo más simultáneamente posible. Con gran atención observé la absorción gradual de ese misterioso «espectro de lago» al que habían sido llevados; los miembros marchitos y los cuerpos contorsionados se expandieron y crecieron a medida que se alimentaban de ese extraño alimento, hasta que todo rastro de color había sido abstraído de la atmósfera en las proximidades de los lechos en los que yacían. Entonces, rayos de magnetismo fueron atraídos desde individuos designados, según lo exigía el asirio, para formar alguna combinación especialmente adaptada a cada caso, y estos a su vez se quebraban en el momento en que los primeros rastros de color parecían emanar desde los durmientes. Esto, me informaron, proporcionaba la indicación natural de la condición de cada alma.
Mediante el ejercicio de ese poder místico con el que tejió las decoraciones únicas de ese salón, Siamedes dispuso ahora las flores, frutas y estandartes alrededor de la arena y de los asientos, y los convocó para bañar a los durmientes con las influencias suavizantes producidas por las combinaciones que habían formado. El magnetismo que emanaba de cada individuo ejercía una atracción simpática por el correspondiente color llamado al servicio, y se extendía en nubes ondulantes alrededor de los divanes, sobre los que rodaban de un lado a otro al compás rítmico de la música que nacía del movimiento de retorno [rodaban, suponemos, estas nubes de confluencias]. La canción de cuna que cantaban era dulce y relajante, y el silencio de los miles de asistentes era un acompañamiento adecuado al agradecido salmo.
Sin señal o movimiento del director, que observaba tranquilamente la escena, la melodía concluyó, cada alma sedienta había bebido hasta saciarse, y las olas de vida que aún quedaban se elevaron sobre nuestras cabezas, dejando a los durmientes «hermosos en toda la expansión del alma» y esperando nada más que un beso que los despertara a una vida de la que aún no eran conscientes.
La Obra estaba hecha, la victoria consumada; pero el vencedor no revelaba tener ningún orgullo por la conquista, en su profunda humildad. No necesitaba que me dijeran que el número final de esa coral dadora de vida estaba cerca; pero ¿qué nuevos poderes desarrollaría? ¿Quedaban aún fases de maravillas magnéticas por revelar? ¿Otros misterios por mostrar? La consideración del milagro obrado en la condición de aquellos durmientes me llenó de esperanza de haber entendido mal el significado de mi instructor respecto a la exclusión de la misericordia de su vida; y, volviéndome hacia él, señalé los divanes y pregunté:
“¿No es misericordia lo que se ha mostrado hacia ellos, al liberarlos de su condición de sufrimiento?”
“De ninguna manera”, respondió.
“¿Con qué nombre la llamáis entonces?”
“Justicia. Hasta ahora han sido víctimas de una injusticia que no podían resistir; nosotros sólo hemos sido los instrumentos para ayudar a poner fin a los efectos del mal y a introducirlos en una compensación proporcional. Juzgas la justicia a la luz de vuestras impresiones terrenales; permíteme aconsejarte que te deshagas de esa idea. La justicia correctamente administrada es equidad, y así la encontraréis siempre entre nosotros; es la cualidad de ser justo llevada a la perfección, teniendo en cuenta todas las circunstancias concomitantes; pensad en ella como tal, y amaréis su rectitud, en la que no hay sombra de inconstancia, favoritismo o parcialidad.”
“¿No la llamarías justicia atemperada con misericordia?”
“¡No! La justicia estricta no se necesita atemperar. Tenéis la costumbre de pensar en la justicia como necesariamente aliada de la opresión. Así es en la Tierra, pero no lo encontrarás aquí, por lo tanto, tienes que aprender que con nosotros significa estricta rectitud, y si a eso le agregas alguna misericordia en favor de cualquiera de las partes, la adulteración produce injusticia”.
Pude ver que el error había sido mío, debido a una concepción errónea y una mala interpretación de la palabra según las impresiones terrenales; la sombra que había pasado por un tiempo a través del firmamento de mi cielo se disolvió con su explicación, y mi corazón volvió a alegrarse.
La obra estaba completa. Siamedes extendió sus manos para dar gracias a Dios, mientras todas las rodillas se doblaban nuevamente, mientras los alegres destellos alzaban el vuelo. Luego, desmantelando reverentemente sus hombros de ese halo, lo extendió en el aire para recibir latidos de alabanza y adoración que resonaron como un gran Amén, con el que ascendió al Padre.
Aun así, esa audiencia permaneció, el silencio se hizo cada vez más profundo; pero yo sabía que estaban esperando la bendición que despertaría a aquellos durmientes a la consciencia de la vida en la que habían entrado sin saberlo, al reconocimiento de la restauración que había tenido lugar, a la comprensión del hecho de que la muerte los había tocado, y en ese toque habían caído los grilletes, cuyo peso, antes, había agotado sus energías en una lucha dolorosa pero infructuosa.
¡Qué revelación! Sería una sorpresa mayor de la que yo mismo había experimentado. ¿Qué los rodeaba cuando la marea de la consciencia se desvaneció y la nube del olvido cayó sobre ellos? ¡Qué abismo había entre ese sueño y la vigilia! ¿Cómo se darían cuenta de su certeza? ¿Cómo se convencerían de su hecho? ¿No sería el despertar un sueño, un sueño de hadas, más encantador que cualquier imaginación evocada previamente? Fue un momento de supremo suspense para mí el observar ese advenimiento hacia el conocimiento y la comprensión de la inmortalidad, y todos mis sentidos estaban alerta para seguir su desarrollo.
No tardó mucho. Las paredes que tenía delante se abrieron y, desde aquel arco de luz que coronaba el cenit del sendero en el que me encontraba para contemplar el paisaje celestial, un torrente de gloria cayó sobre el salón, como un presagio y precursor de una presencia aún más resplandeciente. Miré y, por el viaducto-halo, vi un carro como de plata bruñida, volando, tirado por cuatro corceles de una blancura cremosa transparente, dotados de la velocidad de los vientos de un huracán. El tiempo no tuvo oportunidad de nacer antes de que el carruaje estuviera en medio de nosotros; y entonces, deteniéndose un momento mientras uno de sus jinetes entraba en el salón, dio media vuelta y desapareció. El camino de la gloria se retiró entonces, las paredes se cerraron y mi atención se fijó en el extraño.
Era un hombre joven, apenas más que un muchacho; elegante y noble. La primera impresión que me causó fue la extraña combinación de la inocencia del niño con la sabiduría del sabio, que formaba un rasgo muy llamativo en su persona. Lo amé en el instante en que lo vi. Su presencia inspiraba confianza, impedía que el miedo se acercara, pero también susurraba una advertencia contra toda presunción insolente. En él se mezclaban fuerza y dulzura como un lecho de plumas sobre una roca de granito, mientras que enfatizaba todas las cualidades que un hombre desearía encontrar en un amigo querido. De sus ojos fluían amor y paciencia en un flujo constante y sin remolinos, su boca exhalaba la fragancia de la fidelidad y el afecto, sobre sus hombros descansaba el manto de la indulgencia [condescension], y su cintura estaba ceñida con el cinturón de la constancia. Era un monarca, pero su realeza era de servicio y su destreza se había ganado levantando a los caídos.
Por un breve momento se detuvo para recibir y devolver el gesto que le saludaba, luego procedió a ejecutar su misión otorgando el beso que rompería el sello de ese sueño final y conduciría a los durmientes hacia el día que no conoce atardecer. Inclinó su cuerpo radiante sobre uno y luego sobre otro, perdiendo la influencia del hechizo refrescante que aún los acariciaba, y cuando sus ojos se abrieron ante la desconcertante escena que los rodeaba, atrapó a cada alma recién nacida en su fuerte abrazo, la levantó a sus pies y le dio la bienvenida a una vida de simpatía y compensación. La revelación y el reconocimiento de la verdad fueron simultáneos. Consistió simplemente en una mirada de asombro inquisitivo, seguida de una sonrisa de alegría inexpresable, y todo terminó.
Con un impulso aunado, el público se levantó y cantó otro coro; esta vez una bienvenida a casa, respondida por una patética doxología [breve himno; patético vale por emocionante, etc.] de corazones agradecidos, cuyo tema, palabras y música, he tratado en vano de aprender, y entonces, la Coral Magnética se había completado. Mientras la congregación se dispersaba, el recién llegado se quedó en el salón conversando con el asirio, y le pregunté a mi compañero:
“¿Quién es él?”
“¡Myhanene!”, respondió.
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Versión en inglés
CHAPTER VI
A MAGNETIC CHORALE
As we walked along my attention was attracted by the chiming of a peal of bells in the distance, and simultaneously an irresistible fascination seized upon me, momentarily increasing, until, at length I felt as if was being impelled forward by some invisible but tangible influence to accept the invitation those rhythmic tongues were issuing far and wide. What that influence was or how it obtained such a mastery over me, I could not tell, and even now, with my more extended experience of this life, I am unable to explain. The sensation produced was novel, entrancing, and, indescribable. Its operation seemed to permeate my whole being, and to exert itself equally from within as without. Neither was it due entirely to my recent arrival, for I perceived that it had the same effect upon my guide as upon myself. By some accountable process I translated the voice of those bells into an appeal for help and assistance which I alone had the power to render, and though I had no inclination to hasten in obedience to call, I was certain that it would not be right to delay. But why should it be me? was a question that I put to myself again and again. I was entirely ignorant of everything surrounding me, why was not the summons to many others walking in the same direction – gathering, as it were, from every visible point of the compass? And as I thus queried I scanned the faces of those nearest to me, and became convinced that they too were moving under the impulse of that same mysterious power. This discovery served to further increase my interest, and excite my imagination as to what the result and
explanation would be.
My companion saw, and no doubt fully understood, the perplexity I was enduring, but when I turned and would have sought the interpretation, he merely smiled, and my tongue was silent. So we went forward in obedience to the one impulse attracting us both by its strange magnetic power.
Presently another source of gratification was afforded me, as through the trees I began to catch in the distance broken glimpses of a stately pile of buildings which we were steadily approaching. Hitherto, I had only seen such, as I looked across that boundless landscape under the direction of Eusemos but now, it was evident that I was to have the opportunity of inspecting one of the homes of paradise at close quarters. With this a pleasing spasm of excitement seized me as I involuntarily asked myself – “Will this be my home? – a question I at the same time answered in the negative, but how I know not, unless it was by the power of revelation which is so natural, and yet so in infallibly a part of our personality in this life.
Therefore I ceased speculate on the ownership of the home, and prepared to examine its character as soon as circumstances would allow of my doing so.
Immediately we reached the open plain, the centre and crown of which it occupied, I intuitively knew that I was looking upon the Home of Rest, or sanatorium, in the grounds of which I had enjoyed my refreshing and rejuvenating sleep. As the physiognomy of a man affords a certain index to his character and disposition so the contour of this home declared at once its nature and purpose. At a glance I saw it was a citadel of repose, a fortress of rest, an ambuscade of joy to every soul that came that way. Stately and grand in its unassuming magnificence as if its foundations were laid deep down within the eternal calm of God’s omnipotence, pure and unsullied in its fabric as the infinite and changeless love of its Divine designer, every stone and feature apparently throbbing with the spirit of mercy and forgiveness which hovered around, I felt as, I gazed upon it that I in some
manner had solved the mystery of that profound attraction by which I had been drawn towards such a desirable centre. Reverence, gratitude, worship and awe, seemed to be the janitors who stood as guards at the four towers which rose at the terminating points of its stately porticoes.
So much of the building as was visible from where we stood, for me to wonder at and admire its beauties, was undoubtedly a hall of enormous proportions, its shape that of an amphitheatre. Three sides were flanked by spacious piazzas of equal length, carrying out the design to a perfect square, the corners being occupied by four towers which served the purpose of entrances to the hall. The style of architecture was composite, the columns
supporting the roof of the porticoes were Corinthian, their material more resembling ivory than marble; the plinths upon which they rested were of pinkish alabaster, and massive enough to form the corner-stones of pyramids, but whereas the Egyptians would have left a Sphinx-like blank upon their faces, these were panelled with exquisite bas-reliefs such as the Grecians loved to carve; the pediments were used as galleries for groups of statuary in the contemplation of which the convalescent inmates of home might learn progressive lessons of the life to which they had been called. In that self-illumined atmosphere which offered no facility for the birth of shadows, from the distance at which I stood the walls of the hall appeared to be built of stone of a delicate and variable shade of green. I afterwards
discovered that this effect was produced by a magnificent screen of elaborately carved and perforated marble, draped around the hall in folds as exquisite and soft as lace, through which the foliage of a noble vine was visible. The towers rose to a considerable height, terminating in minarets like polished silver, from which the bells chimed forth their music; and crowning the hall rose a majestic dome serving the double purpose of completing design and lighting the interior.
The wonderful appositeness of every feature of the scene to each other was again impressed upon me; art and nature being blended in such manner as to enrich the harmony. That garden-like plain so artistically dotted with flowers and shrubs would have been half-voided of its beauty had that noble structure not been there; and as for the hall, it needed that flower bejewelled mantle of a lawn as a fit setting whereon to display its matchless perfection. Blended together the beauties of each were emphasised, while the movements of the multitude kept the balance of the harmony swinging.
Cushna moved forward; and I, enraptured with the scene and wondering what its next development would be, mechanically followed, until I became conscious that it was not his intention to enter by any of the approaches visible to me. Then for a moment I wavered, as all my soul called me within that place and I was doubtful whether he was not leading me elsewhere. In an instant he divined my difficulty, and appeared to be by no means displeased thereat, but assuring me he was about to enter, led me to the main portion of the building, before hidden from my sight, and which formed the temporary abode of those who tarried at this home for rest and recuperation. At that moment the bells ceased to ring, and I was glad when, without attempting to show me the numerous apartments opening on every hand, he motioned me to follow him along a corridor which led in the direction of the hall. At the end, drawing aside a richly-embroidered curtain, he ushered me at once into what I may legitimately call the arena.
Shall I describe the, scene which met my sight? It was a mountain of faces on every side, and over and around us an atmosphere of unbroken peace. I was conscious that I had reached a goal; a period of uncertainty lay behind me. For the time I felt satisfied, and drew a deep breath of relief at having accomplished something, I knew not what; but my heart was glad.
The flower-carpeted floor of that spacious arena contained a number of lounges composed of various aromatic mosses, soft as air, each one designed to produce its own peculiar effect magnetically. Cushna drew my attention to the different odours they exhaled, and invited me to throw myself upon them to test their comfort, and, as I complied, briefly explained that magnetism is the strength and nourishment of the spiritual body. Then he led me to a vacant seat, and left me in charge of a friend, who, he said, would interpret the chorale to me.
Rapidly that spacious auditorium was filling up its seats. Tier after tier, rising one above another, contributed to that sea of faces, upon every one of which happiness had set her name in living characters. From each of the four entrances a steady stream poured in until the hall was full, ceasing when just one seat remained for the last who entered. The dresses worn were of many colours, but only of the lighter shades; all serving to make the
groupings as picturesque as they were varied. The lower seats were filled by children wearing robes of spotless white, or tints of the most imaginable delicacy ; some of the wearers being of such tender age as to make me wonder how they were kept in the quiet order which everywhere prevailed.
Behind these, thousands of youths and maidens were arrange according to some method I did not understand. Above these, again were, women in greater proportions still; and finally rank after rank of men to the outer edge of that wide circle. Every nation upon earth had its legitimate representation in that throng, and all were so disposed that each complexion added its own influence to the balance of the picture. But the most pleasing thought of all was that every voice would say ‘Our Father’, to the selfsame God, and feel at heart that they were members of one family, The Jew was not conscious of election, the Gentile had lost his hatred, the caste restriction of the Brahmin was broken down the hand of the Arab was no more against his fellow. The Hindu woman had doffed her veil, the Mohammedan had lost his bigotry, Greek and Roman thought not of deadly feuds, the hand of the Zulu held no assegai, the Indian had no tomahawk, while the Christian had sheathed his sword. Romanist and Protestant gave the preference to each other, the Episcopalian boasted of no apostolic succession, and the narrow-minded sectarian sat side by side with the whilom atheist, whom he had before consigned fire eternal. In such a multitude, with such a bond uniting them I could fancy that I was not very far removed from the inner shrine of heaven.
Was it the association in which I found myself that started such a train of reflection in my mind? I know not, perhaps never shall know; but it afterwards resolved itself into an impromptu symphony, introducing that never-to-be-forgotten chorale. I had scarcely reached its termination before the key note sounded.
In common with those around me, I raised my eyes to the dome, where a dove of tintless electric brilliance poised itself on outstretched wing, as if to hush the tremor of its rapid flight. In its beak it held something which flashed and blazed with a glory that paled the lustre of its carrier, and added perceptibly to the hallowed light which bathed the hall. With one impulse, but without a sound, those thousands rose and bowed their heads in, reverent adoration; and when the silence had been hushed into an awful calm the quickened sense of the soul could almost hear, that jewel fluttered on the air, and like a flash of lightning dying from our sight the dove had disappeared.
Steadily, as a bubble on the air becalmed, that brilliant globule floated, gradually falling in the centre of that vast concourse of worshippers. Down, slowly down, enlarging as it fell, it gained still greater brilliancy by expansion. I watched it with bated breath, wondering when we should sound the depth of its self-inspiring awe, until, at length bursting with a
soft detonating chime, it threw a proportion of its crystal spray on every head within that audience, the which lingered through that service like a jewel sent to flash God’s blessing upon His children gathered there.
The echoes of that soft percussion remained while that vast concourse took their seats, bearing the bright insignia of the presence of their Father, who waited to hear and answer prayer.
Seven bars of silence intervened; and then the opening strains of the first chorus fell upon my ears. The theme commenced with a pianissimo number in unison of male magnetisms, for in all that chorale there was not one articulate sound. I looked, and from the heads of the men saw crimson rays emitting, which darting towards the centre of the dome blended with each other, formed into circles of various sizes, and began to gyrate in the room. The movements caused vibrations of deeper or higher tones, according to the size of each circle and the speed with which it moved. The effect of this blending of the bass and tenor was like the muffled music of the ocean’s roll when heard from some distant inland hill. The melody was too sweet to set to words without detracting from its cadence; and yet, as I listened to its holy inspiration, its greatest charm being the perfect unison of such diverse nations, religions, and tongues, I felt that heaven had accomplished a triumph in the setting to such music the immortal poem of Israel’s sweetest singer, and that I was listening to a challenge to earth and heaven to ‘Behold how good and how pleasant it is for brethren to dwell together in unity!’
The invitation issued, and the gamut of their variations being exhausted, the circles ceased their flight, met, embraced, and finally spread themselves as a canopy across the dome. Then succeeded a duct of the blue and amber offerings of the youths and maidens, rising in the volume of its gradual crescendo, the sweeps of blue soprano and curves of amber contralto waking sweet echoes with the declaration – ‘It is like the precious ointment upon the head, that ran down unto the beard – even to Aaron’s beard – that went down to the skirts of his garment.’
At this point the women joined their rose-tinted pulse-throbs of a second soprano to swell the trio – ‘As the dew of Hermon, and as the dew which descended upon the mountains of Zion.’ Then the full chorus pealed, a thousand children contributing the brilliance of their untinted music, as the canopy of circles re-formed, and moved to lend their deep foundation to the strain.
It sounded like a choir of angels singing, with the voice of far distant thunders, and heaven’s own Bourdon serving as a double bass to the orchestra of the oceans roll. All harmonies, above, beneath, around, with all the chords and voices nature can command, being represented in the universal confirmation – ‘For there the Lord commanded His blessing, even life for evermore.’
The chorus swelled around us with such majestic force and intensity that every colour flashed its echo to enhance the glory, until the hall was bathed with the perfume of thanks-giving; then gathering over the arena, as the final beat of the last bar was reached, a harmony of shades as sweet as that of sound was formed, and the cloud ascended as an offering of gratitude for our Father’s love.
The dome was not yet clear of that prismatic cloud before a chord of even sweeter music fell upon our ears, and I perceived that the jewels on our heads were chiming the acceptance and ‘Amen’ of God.
Up to this point Cushna had assumed the directorship from the centre of the arena; being surrounded by a number young men and women who moved in graceful order with the rhythm of the music, as if engaged in working out some figure in a mystic dance. On making enquiry I was informed that this chorus was but an introduction to the ceremony, sung aid those special attendants in producing a suitable magnetic condition into which to introduce the patients; and looking intently in obedience to the wish of my instructor, I saw that all the magnetisms had not ascended; some had been distilled – shall I say etherealised? – and filled the arena like the least suspicion of a cloud – and yet, it was not cloud, since such a designation conveys the idea of an unsubstantial vapour which could have been carried hence upon the arms of motion; this had weight and body through which the attendants moved to and fro as bathers move through shallow water, with the exception that this scarce visible something seemed to offer no resistance. Here is a metaphor which will convey the idea of what it seemed to be: it was like the spectre of a lake, which in its restless wanderings had been conjured to pause for a time, that the spirits of some children of mortality might bathe therein, and wash the last traces of the earth away.
My attention was here called to a man who entered the hall from the corridor through which I came. His tall and stalwart form was clothed in a robe of electric grey, over which he wore a flowing mantle of blue, lined with amber and gorgeously embroidered from his loins downwards. His face. complexion, and general bearing, reminded one of an Arab sheik, except that haughtiness was here replaced by calm humility. Around his head, waist, wrists, and ankles he wore circlets of some strange amalgam, set with gems that emitted rays of light, thereby forming six circles of halo, which invested him with some mysterious power.
As he stepped into the arena a flash of welcome greeted him from that immense assembly. He glanced round the hall, just as a skilled conductor will survey his orchestra to see if all is ready for the baton’s wave; reaching the point where Cushna awaited him, he merely bowed his head at which the attendants turned and left the hall by the passage at which he had entered.
Here I took the opportunity to ask:
“Who is this?”
“Siamedes, the magnetic adept who will conduct the chorale.”
“An Oriental, I presume?”
“Assyrian.”
We had no time for further conversation. Scarcely had that single word been spoken before the Assyrian raised his hand, as if to call his audience to attention; for an instant it remained poised, while a luminous sea-green cloud enveloped it, then with a majestic sweep he struck a circle, throwing, the halo in the air above him. A pause, and then another sweep repeated again and yet again, each motion adding another circle to expand and follow its predecessor. Only a pulse throb marked the interval between each beat, but that was long enough to change the colour, as he desired to change the note to form that bugle-call with which he summoned his army to march to victory.
The challenge had not died away before a jubilant response was floating in the air. It was a martial strain, and one could almost fancy they heard the steady and measured tramp of the approaching battalions as they came in the strength and confidence of their cause to certain triumph. The gentle crescendo grew in force and volume as each succeeding wave of magnetism rolled into the expanse above us. Their form was no longer circle and curve and flash, as in the opening chorus, but following the example of the Assyrian, each contribution came in vapoury strains to form the novel harmonies of that theme.
Waves of primrose and blue met and kissed each other into the life-chord for which they had been born, then blended in their next development to form the glory-green of hope; clouds of crimson strength from men took to their embraces the white purity of the children’s love, and nursed them into tones of sympathy; then each one yielding to the other, united in the pink of charity. Brown and rose, mauve and cerise, auburn and grey, green and gold washed over each other, embraced and eddied round, as each produced the note desired; and having thus achieved the first purpose of existence, they added to their music the perfume of duty faithfully fulfilled, until the air was weighted with fragrant sounds, changing in volume and in kind with every chord and combination.
At length the hall itself was full; perfume was crushing colour and colour crowding sound, but that grand march of life seemed only half complete. Again the adept raised and swept his hand, this time throwing into the transparent clouds around us variegated sparks bright with electric glow, like jewels flashing in the sun. An instant’s pause, during which the magnetism of that host changed the form of its appearance, then perfume, sound and colour were supplemented by a myriad gems giving still greater beauty to the fairy-like scene. At length from head of Siamedes a rainbow signal flashed, and the strains music gradually died away, but fragrance, light and colour still remained.
While this was proceeding, the attendants carried the patients in. Very tenderly was the service rendered, for Cushna was careful in the assignation and arrangement of each couch upon which they were laid as if they had been the subjects of excruciating pain – rather than lying in a state of unconsciousness – for whom he was anxious to exhaust his resources to mitigate their suffering. When the last couch had received its occupant a
signal was given, and the music ceased.
At this time the hall was like a sea of variegated colours – a magic, incomparable sea, with its now motionless depths illumed by a million fairy lamps; a sea in which a mighty host lay engulfed, overwhelmed with joy and calm content. Well might it be so; for, oh! the life, increasing life, which found its birth therein! Its waters were allowed to rest, that they might softly bathe those sleepers with life’s fullness, and re-ingraft the existence which seemed to flicker in its disasters and catastrophes through which their past has led them. The practised eye of the Assyrian attentively watched the progress of each patient as the energising powers around them were absorbed and assimilated, until returning strength began to show itself, and the inoculation had produced its needed change.
When he was satisfied, throwing his mantle back across his shoulders with a kingly gesture, he raised his arms and waved them to and fro as a monarch would sway his sceptre, in confidence that some pre-command would be obeyed. The effect was talismanic. Those mysterious forces immediately assumed intelligence – understood his sign, and hastened to obey.
By the operation of some mystic law, each colour was divided from the rest, some being changed into forms of fruit or flowers; others, weaved into semblances of brocades of silk and plush and satin, were draped in graceful folds as decorative hangings upon the walls, further ornamented and embroidered with a multitude of gems, which flashed their lustre from the borders. Others, again, were woven into triumphal banners or emblems, with which the dome, arena, and seats were dressed; while the offering of the children, worked into lace of spotless purity, was gathered into festoons and valances to finish the decorations. Thus, by the simple act of the Assyrian’s will, was the hall transformed and arrayed, as if for some thanksgiving or welcome home, when a nation meets to honour the
return of an exiled chief or king.
As he spread his hands to heaven, every knee around him bent in adoration. I knew it, though my eyes were fixed on him who, facing me, looked like a gladiator preparing for the contest, confident of victory, though death itself should be his adversary. Yet he was not proud or arrogant. All his majesty of mien, the glory of his strength, the perfection of his form, seemed to him unknown or, rather, for the moment were forgotten, and nothing but the child-like heart remained as he addressed his God. His thoughts flew upwards, like spasms of earth-engendered lightning flying towards the sun, pure and untinted by any shade of colour. They were directed to the Great Supreme, and nothing but unsullied purity can gain admission to that sacred presence.
Was there a quiver in their early flight? I do not know; but if so, it was due to the intense earnestness of the soul which poured its libations forth. Still no words; but in the silvern music I thought I could comprehend the burden of his heart: ‘Thine, O Lord, is the greatness, and the power, and the glory, and the victory, and the majesty; all that is in the heavens and the earth is Thine; Thine are all kingdoms, O Lord and Thou art exalted as head over all. Both riches and honour come of Thee; and in Thine hand is power and might, and in Thine hand it is to make great and to give strength unto all. Now, therefore, O Father, we thank Thee, and praise Thy glorious name.’
His prayer was done. There was no supplication. His confidence and faith declared that to be unnecessary. The presence of that host around him was a more eloquent and acceptable supplication than he could frame. God requires no superfluities. He was but the representative of the many, who desired to gain a victory over a hitherto triumphant wrong, and he was but the chosen champion for the combat. Stripped for the fray, he paused to lay his weapons at the feet of Him for whose glory he was about to fight, to thank his King for the use of such victorious arms, and then to await the royal sign to strike. He was there to break the bands of captivity, to give freedom to the slave, and in his eye the assurance of triumph shone. His victory was already won in the confidence he possessed.
His steady gaze still rested on that vaulted dome. He knew the answer would not tarry, and when it came it should find him waiting to receive it. A deeper hush fell over us, and then a cloud of glory, like a mantle of sunshine, descended, making him radiant with the power and presence of God.
No need to wait longer when clothed with such authority and sanction. He approached a couch upon which lay a young woman deformed almost past recognition of the human form. She had appliances to nearly every part of her body, not fitted help or render support, but rather to torture and force her in dwarfish and unnatural shapes. The eyes had been purposely turned to make her sight uncertain, while her limbs were so pressed and malformed in order to prevent the possibility unaided movement.
Let it be here distinctly remembered that this deformity was spiritual, but to my astonishment at that time, confirmed by later and considerably extended experience, I found that in the persons of these recent arrivals from earth, for whose benefit and assistance the chorales are specially held, spiritual restrictions arbitrarily forced upon an enquiring mind with a view of preventing it from overstepping dogmatic limits, produce upon the soul a disfigurement in growth as tangible and real as if they were surgical appliances purposely designed to effect such horrible shapes, and the Great Father in His all-embracing provision has designed this process of restoration that such oppressed and struggling souls should be at once restored to their normal condition and enter upon the immortal life free from the disabilities under which they have hitherto laboured. Further,
let it not be supposed that I am seeking to create a poetic fiction, for which purpose I allow my fancy to roam in search of novelties or situations; truth is far more strange than any such ideal the mind could frame, and in this record I am satisfied to state the simple facts of God’s eternal law, as I have found – and you will find by-and-by.
My descriptions may jar upon your senses by their seemingly vulgar materiality; they may even cause a shock by what appears a coarse portrayal of, and as being antagonistic to, your cherished conception of the nature of this life. For that I cannot hold myself responsible. My attempt is to translate into earth’s prosaic vocabulary, so far as circumstances and means will allow, some slight idea of the realities and truths to be found in the poem and the music of this after-life. If the result is but a thick and guttural jargon, void of melody, and disappointing to your hopes, blame me not; the extent of my desire is but to indicate a very brief outline of what the picture might be if the facilities were at my disposal; but that outline is true to scale, as you yourself will find it one day by experience. Should you attempt to re-translate my record from the physical into the spiritual, that you may comprehend the truth as I behold it, let me offer one suggestion, by attention to which at least half your difficulty will be, cleared away. Death works one change, and it is this:
In the process of dissolution everything is altered except yourself; old things pass away and all things become new, but you will remain unmoved, unchanged, as the one world makes its exit and another its entrance in the theatre of your life. This transformation is effected in the twinkling of an eye when the wand of the Magician-Death, is waved. The material will fade away ‘like the baseless fabric of a vision’ ever after to appear as a vague and shadowy substance which must be sought for and be but dimly visible to the newly acquired state; while that world upon whose eternal shores your feet will rest, will leap from the realm of vision into a solid and startling reality, having foundations which never can be removed since they are aid deep down in the bosom of infinity, and whose inhabitants have solved the birth-pangs of immortality. Bear this in mind, and read the following pages in the light of this suggestion, then you will understand why I have not hesitated to use that language – however unworthy for the other reasons – which conveys to you the idea that the scenes among which I move are, to me at least, as real and solid as the earth at present appears to you.
Just another thought which offers food for meditation and reflection and may help to remove the impression that my statement of spiritual deformity is erroneous and imaginative. Parental profligacy, immorality, ignorance, accident , and a hundred other pre-natal influences produce physical and mental distortions in a child. Why then should it be illogical to assert that in like manner, spiritual errors, unnatural ideas, and bigoted restrictions, generate corresponding malformations and disfigurements in the soul, when it is set free from the flesh in which its shape and lineaments have been moulded ? Whether you may be able to satisfy yourself on the reasonableness of this point or not, the fact remains the same, and the time is not far distant when you will recognise its truth and appreciate the justice of the law by which it is governed. Be not deceived, the diseases of the soul resulting from personal sin are only removed and cured by slow and painful
processes; but the unavoidable defects caused by other’s sin or force of circumstances, have a speedy rectification in such chorales as that to which I draw your attention.
But to return to my digression.
Very narrowly did I watch the Assyrian as he applied himself to the removal of those torturing restrictions. At the first, I must confess, it appeared to be a useless labour of love upon which he was engaged, since there was scarcely an indication of life remaining in the sufferer. Presently, however, she gave evident signs that she was still sensible to the pain they caused but even then I thought it would be greater kindness to let her die in peace rather than disturb her when too late to save; for in that moment of sympathy I had forgotten that it was impossible for her to die any more, since death itself was dead. With more tender care than a mother could have shown to an ailing child, the soft and gentle hands of that physician loosed and threw aside each bond, until at length the last was taken away and she lay at perfect liberty. She felt the freedom, and, glad to make an effort to use
it, endeavoured, with considerable success, to turn, yawned, and stretched out her arms; then finding that all restraint was gone she finally straightened herself upon the couch, and rolling over fell at once into an easy and refreshing sleep. The whole movement was the spontaneous action of a person who, waking from a troubled dream before sufficient rest had been obtained, and feeling the terror of the nightmare broken at once sinks back again to sleep without fully being roused consciousness.
With what interest and sympathy Siamedes watched her progress can better be imagined than described, until she lay in that quiet and comfortable repose to which she had hitherto been a stranger. Then he was satisfied and turned to give his attention to the next case.
All my powers of observation were attracted to the one individual; the further work of liberation would be more or less a repetition of what had already been accomplished, and as there was much I could not understand, I judged a fitting opportunity had arrived to seek some explanation; therefore, turning to my companion, I asked:
“Will you explain what these bonds are, and how such deformities are possible here?”
“I have no doubt,” he replied, “but that this service is full of wonder and amazement to you. It must of necessity be so, until you grow familiar with our law and mode of existence -until you learn how scrupulously this life is a corollary of the one you leave behind. Hypocrisy, sham and cant are masks which are torn off as you come through the mists, and the real man – whether base or noble – stands undisguised, able to read and to be read of all men. With us no subterfuge is available for the concealment of unpleasant deformity, no matter whether it arises from your own sin or the neglect and criminality of another. Everything is known.
“To the practised eyes of Siamedes, Cushna, and thousands of such ministers engaged in their noble work, the real author and source of every such malformation can be told at a glance, and by an inexorable law, impossible to evade, the penalty and punishment of every wrong falls upon the offender. In this you will see there is a balancing of accounts and a righteous retribution for the deeds done in the body. It is a sad mistake to say that death levels all men, and that this life is a new one, while the record of the old one has been wiped out with the sponge of death. All life is a continuation of that which had gone before; and entering here you have but turned over the page to commence another chapter, the story and plot are the same.
“In this you will find that the mistakes of the past are rectified, overdue accounts have to be settled, and compensation awarded to those who have unjustly suffered. Men are here weighed in the balances of God, appraised by a valuer whose judgment is righteous, and against whose verdict there is no appeal but that of repentance. You will find no bribery and corruption; everything is sternly real; all men and things are just what they appear to
be.
“The restrictions binding these friends have been worn in violence to their better judgment, but lacking power to conquer the forces opposed to them, they have become victims of circumstances, and have passed their lives in an irksome bondage, being dominated by wills and usages they could not successfully resist. If they had given a ready consent to custom and dogma, followed with unquestioning faith where others led, and been content to crush the right to think, they would have developed the required littleness
of soul, without necessity to apply restraint. But they recognised the God within, and refused to still the voice calling them to newer, nobler, higher duties, for the welfare of their kind.
“Their prophetic utterances were dangerous to a craft, hence, the gag must be applied; their eyes saw visions of coming glory for the weary and oppressed, therefore, their sight must be distorted, lest the interests of a class be endangered; the intelligent vigour of the child proclaimed a leader in the man, and church and dogma forged letters to cripple his power, and force the noble stature of the giant into the contortions of the dwarf. You can see it was a battle to the death, noble lives have been hindered from work-wasted, yea worse; for whereas they were ordained for construction and deliverance, being forcibly tampered with they have been perverted by party bigotry, and compelled to struggle for existence instead of scattering the blessings they were designed to carry to their fellows. The result is to be seen in the wrecks which lie before us. Wasted opportunities, wasted intellects, wasted lives! For all these things those who are responsible must be brought to judgment.
“Guilt must be righteously punished, while the excess of pain which the victim has endured must receive its legitimate compensation. With the punishment we have nothing to do, the natural law of this life is fully adequate to that, and every guilty soul will reap the just harvest of the seed he has sown. It is that we may take part in the compensation that we are here. Justice demands that an instant liberation shall be given from those bonds, and life must be lavished upon the sufferers until we have helped to build up and invigorate their souls, then each one shall reach the full development for which it was design and for which it wept and struggled, but was prevented by action of oppressors.”
“But where do we find mercy and forgiveness in the administration of such inexorable justice?” I asked.
“Every attribute of God has its legitimate sphere of operation,” he replied, “and the inviolate maintenance of each in its appointed order is essential to the continuance of the almighty and all-wise perfection of our Father, but it is impossible for any one of these to usurp the jurisdiction of another. Suppose, for a moment, that mercy was allowed to withstand justice and prevail in any single instance; the immediate result would be an injustice; since to show mercy to the offender would be an injustice to the offended, unless, in turn, you show him mercy too. Carry this to its logical sequence and you will be compelled to abolish justice in favour of mercy, in which case punishment and retribution would become an impossibility; law would be a dead letter, and sin, freed from fear or restraint, would revel in its license. But when we see the working of the attributes of God according to His Divinely appointed plan, we find how infinitely wise has been the adaptation to the necessities of the human family in its development.
“Take those to which you have referred – Mercy, Justice, and Forgiveness. Mercy operates on earth, where patience, forbearance, and long-suffering, are so much needed during the early stages of the conscious existence of the soul. Imagine the catastrophe and disaster which would ensue if unerring justice was enthroned at such a crisis in life’s history -would there be any subsequent immortality to record? Unconscious, practically, of his
whence and whither, an untutored experimentalist as to his powers and capabilities, failure and mistake. the law by which he shall develop and learn to understand himself, uncertain if it be right to gratify even the most ardent of his longings, filled with fear and trembling at the forces surrounding him, a volume of nature before him of nature of whose hieroglyphics he is ignorant though called upon to read, himself the most profound mystery among, the million other problems – under such circumstances, how often would earth be swept clear of man if justice was applied to every transgression of the law ; that justice which is perfect as its Framer?
“No! This attribute’ cannot be applied to such an undeveloped condition; what man could be found wild enough to imagine that it is? Is not rather the absence of justice so manifest as to be used for an argument against the existence of a God, while it has become a proverb among the nations that ‘Villainy is the heir to Fortune, but Honesty marries Miss.’ Oppression, tyranny and persecution are rampant, that ‘Might is Right’ is the universal
motto practically both of politics and religion; the affluent and wealthy are the honoured of the nations, the poor and needy, the curse and bane. Is this right? you will ask me, and I reply, a thousand times no! But even the injustice of man is not strong enough to cause God to change the action of His attributes, and substitute justice for Mercy upon the earth.
“This universal custom is wrong, and man has gained enough knowledge to know that it is so; but God is long-suffering that the oppressor may be able to redeem himself before he is brought in to judgment. Mercy pleads, while hope of restitution remains; but once let the law take hold of the offender, and the issue passes from the court of Mercy to justice. The mists marking the boundary line between that state and this, also form the vestibule of the
hall of judgment, and every soul must pass through and receive its righteous verdict before it enters here. Mercy has no power to cross that threshold; the soul stands alone before that inscrutable tribunal its own witness, its own judge, hence its life deeds pass the sentence from which no appeal is possible.”
“But forgiveness; what of that?” I asked.
“That follows later,” he replied. “The penalties enforced by that Justice are for wrongs committed against your fellow-man such sins must be redeemed, they are never forgiven, for no one not even God, has power to forgive a trespass against any other than Himself, such being contrary to His own law. When the penalty for sins against his fellow has been righteously discharged then the repentant soul has power to ask forgiveness for his sin against God, which is always freely granted; but it is requisite that he be first reconciled to his brother, for only ‘he that clean hands and a pure heart’ can ascend to the presence of God where Christ will secure his full remission.”
I was silent before the unexpected elucidation of a difficulty which had always perplexed me, for I knew my instructor not expounding his opinions, but actual facts which were very widely opposed to all the ideas and teachings I had ever heard on earth, and yet they are fraught with the most momentous interest to every soul who has to pass the mists, and in the depths of my being I yearned again to discover some means whereby I could reach earth, and make the revelation for the benefit the blinded and the ignorant. My friend, however, did not leave me long to myself, but called my attention to what was passing in the arena.
Every bandage and restriction had been removed, and all the patients lay free from the bonds with which earth had bound them. The order of procedure had been to take the most serious case first, and so on through the whole, that the resuscitation of all might be accomplished as simultaneously as possible. Very earnestly did I watch the gradual absorption of that mysterious spectre lake into which they had been carried, the wither limbs and contorted frames expanding and growing as they fed upon that strange nourishment, until every trace of colour had been abstracted from the atmosphere in the vicinity of the couches whereon they lay. Then rays of magnetism were drawn from appointed individuals, according as the Assyrian required to form some combination specially adapted to each case, these in turn being broken at the moment when the first traces of colour seemed to evolve from the sleepers. This, I was informed, afforded the natural indication of the condition of each soul.
By the exercise of that mystic power by which he weaved the unique decorations of that hall, Siamedes now resolved the flowers, fruit, and bannerets round the arena and seats, and called them to bathe the sleepers with the mellowed influences produced by the combinations they had formed. The magnetism evolved from each individual had a sympathetic attraction for the corresponding colour called into service, and was drawn in billowy clouds around the couches, over which they rolled to and fro in rhythmic time with the music born of the returning motion. Sweet and soothing was the lullaby it chanted, and the silent hush of the attendant thousands was a fitting accompaniment to the grateful psalm.
Without a sign or movement from the director, who calmly watched the scene, the melody concluded, every thirsty soul had drank its fill, and the waves of life which yet remained, lifted above our heads, leaving the sleepers “beautiful in all the soul’s expansion’ and waiting for nothing but a waking kiss to rouse them to a life of which as yet they were unconscious.
The Work was done, the victory accomplished; but the victor betrayed no pride at the conquest in his deep humility. I did not need to be told that the final number of that life-giving chorale was at hand; but what new powers would it develop? Were there still phases of magnetic wonder to be revealed? other mysteries to be displayed? The thought of the miracle wrought in the condition of those sleepers filled me with hope that I had misunderstood the meaning of my instructor respecting the exclusion of mercy from his life; and, turning to him, I pointed to the couches, and asked:
“Is it not mercy which has been shown to these, in liberating them from their condition of suffering?”
“Not by any means” he replied.
“By what name do you call it then?”
“Justice. Hitherto they have been the victims of an injustice they were powerless to withstand; we have only been the instruments of helping to terminate the effects of the wrong, and introducing them into a commensurate compensation. You judge of justice in the light of your earth impressions; let me advise you to get rid of that idea. Justice rightly dispensed is justness, and such you will ever find it with us ; it is the quality of being just carried to perfection, with every attendant circumstance taken into consideration; think of it as such, and you will love its righteousness, in which there is no shade of fickleness, favouritism or partiality.”
“Would you not call it justice tempered with mercy?”
“No! Strict justice needs no tempering. You have been in the habit of thinking of justice as necessarily allied to oppression. It is so on earth, but you will not find that here therefore you have to learn that with us it means strict rightness, and if you add any mercy to that on behalf of either party, the adulteration produces injustice.”
I could see that the error had been mine, due to a misconception and misinterpretation of the word according to the earth impressions; the shadow which had for a time passed across the firmament of my heaven was dissolved by his explanation, and my heart again was glad.
The work was complete. Siamedes spread his hands to give his thanks to God, while every knee again was bowed as the joyous flashes winged their flight. Then, reverently dismantling his shoulders of that halo, he spread it on the air to receive throbs of praise and adoration that pealed like a great Amen, with which it ascended to the Father.
Still that audience lingered, the silence growing moment more profound ; but I knew they were waiting for the benediction that would rouse those sleepers to the consciousness of life upon which they had unknowingly entered – to the recognition of the restoration which had taken place – to the realisation of the fact that death had touched them, and in that touch shackles had fallen away, whose weight beforetime had exhausted their energies in a painful but unsuccessful struggle.
What a revelation! It would be a greater surprise than I myself had experienced. What were their surroundings when the tide of consciousness ebbed away and the cloud of oblivion fell upon them? What a gulf lay between that sleeping and the waking! How would they realise its certainty – how be convinced of its fact? Would not the waking be a dream – a fairy dream – more enchanting than the imagination ever conjured up before? It was a time of supreme suspense to me to watch that advent into the knowledge and realisation of immortality, and every sense I possessed was on the alert to follow its development.
It was not long delayed. The walls before me opened, and from that arc of light crowning the zenith of the path on which I stood to contemplate the celestial landscape, a flood of glory fell into the hall, like a harbinger and forerunner of a more resplendent presence still. I looked, and down the halo-viaduct beheld a chariot as of burnished silver – flying – drawn
by four steeds of transparent creamy whiteness, gifted with the speed of the winds of a hurricane. Time had not opportunity for birth before the equipage was in our midst, then, pausing for a moment while one of its riders stepped into the hall, it turned and disappeared. The glory-road was then withdrawn, the walls were closed, and my attention was riveted upon the stranger.
He was a young man, scarcely more than a youth; graceful and noble. The first impression conveyed to my mind was the strange combination of the innocence of the child with the wisdom of the sage which formed a very striking feature in his person. I loved him the instant I beheld him. His presence inspired my confidence, forbade the approach of fear, but also whispered a caution against presumptuous assumption. In him were blended strength and gentleness like a bed of down on a granite rock, while he emphasised every quality a man would desire to find in a cherished friend. From his eyes love and patience streamed in a steady, ebbless flow, his mouth breathed the fragrance of fidelity and affection, upon his shoulders rested the mantle of condescension, and his waist was bound with the girdle of constancy. He was a monarch, but his kingship was of service, and his prowess had been gained in lifting up the fallen.
For a brief moment he paused to receive and return the salutation which greeted him, then proceeded to execute his commission by the bestowal of the kiss which should break the seal of that final sleep and usher the sleepers into the day which knows no eventide. Over one and then another he bent his radiant form, loosing the influence of the refreshing spell
which still caressed them, and as their eyes opened upon the bewildering scene around, he caught each new-born soul in his strong embrace, lifted it to his feet, and bade it welcome into a life of sympathy and compensation. The revelation and recognition of the truth were simultaneous. It was simply a glance of enquiring wonder, followed by a smile of inexpressible joy, and all was over.
With one impulse the audience rose and sang another chorus – this time it was a welcome home, answered by a pathetic doxology from thankful hearts, the theme of which, words and music, I have tried in vain to learn, and then that Magnetic Chorale was complete. As the congregation dispersed the new comer lingered in the hall in conversation with the Assyrian, and I asked my companion:
“Who is he?”
“Myhanene!” he replied.