Índice
─ Introducción
─ Versión en español
─ Versión en inglés
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Introducción
Este texto es lo introducido en esta página (y es enlazado en ella):
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Está en el apartado de esa página dedicado a Robert J. Lees (buscar «Robert» en la página).
Para los audios, entrar también en esa página, donde estarán enlazados y ordenados.
Reuniré todos los capítulos de este primer libro de R. J. Lees (A través de las nieblas) cuando vaya terminando de hacer esta primera traducción, en texto, de los capítulos (que hago con ayuda de deepl.com).
Versión en español
Nota previa:
NOTA DEL RECEPTOR A LA PRIMERA EDICIÓN
(R. J. Lees – 1898)
No deseo añadir a la siguiente historia nada más que una breve explicación de su origen y de mi relación con ella.
Era Nochebuena, y yo estaba ocupado con algunos anuarios que había sobre mi mesa, cuando un extraño, sin invitación ni previo aviso, entró en mi habitación «mientras la puerta estaba cerrada». Su presencia no me perturbó, pues ya había recibido visitas de este tipo en otras ocasiones; así que le di la bienvenida y le pregunté el motivo de su visita.
Entonces me expuso el deseo que había acariciado durante mucho tiempo, y me preguntó si le ayudaría a consumarlo: Tan pronto como su mente comprendió el hecho de que había «traspasado la tumba», le poseyó el anhelo de encontrar algún medio de regresar a exponer cómo los hombres se equivocaron con su concepción acerca de la vida del más allá. Al principio, él temía no poder quebrar ese silencio de la tumba, pero con la experiencia llegó a conocer la omnipotencia del amor, mediante la cual se podría retirar la venda que sellaba los labios de la muerte, y cuya prueba le fue concedida en nuestra conversación. Él deseaba que yo escribiera lo que me dictara, para luego entregar su historia al mundo.
¿Cómo podía responderle que no? ¿Acaso no buscaba yo, como todo ser humano, el conocimiento que él podía dar? Por lo tanto, no dudé en tomar mi pluma.
Pronto descubrí que su recitado, aunque poco ortodoxo, arrojaba un torrente de luz sobre las enseñanzas bíblicas, despejando nubes de duda y reconciliando pasajes que antes yo no podía entender. Llegó a mí como un extraño, pero pronto aprendí a quererle, y esperaba su regreso con impaciencia cada mañana; ahora, cuando por el momento ya ha cesado su registro, contemplo el asiento en el que tantas horas se sentaba, como si de alguna misteriosa manera estuviera a medio camino «a través de las nieblas».
Al enviar esto en obediencia a su deseo, permítanme adjuntar la oración que pronunció cuando me dejó por última vez: «Que Dios, Padre de las almas de todos los hombres, bendiga este esfuerzo de un corazón anhelante por retirar una parte del peso de la ignorancia de los hombros de sus hermanos en la carne; y que la luz de Su verdad sea una lámpara para sus pasos cuando vengan «a través de las nieblas»». Y a esto yo añado: ¡Amén!
Robert James Lees.
Mayo de 1898
Capítulo 1
Atravesando las nieblas
En mi vida terrenal me llamaban misántropo. Esta es una extraña confesión con la que romper mi silencio, pero estando ahora más allá de las consecuencias que tal franqueza podría acarrear, no tendría motivo ─aunque tenga la voluntad de ello─ para hablar ahora con menos reserva. Si se exige alguna disculpa por la agradable tarea que he emprendido, que se encuentre en el incesante lamento al que me he referido en el prefacio de estas páginas. ¿Es cierta mi afirmación en ese sentido? Te pido que dirijas esa pregunta hacia tu interior. Pregúntale a tu propio corazón, y estaré satisfecho de recibir la respuesta, añadiendo simplemente que, tal como tú eres, así es toda la humanidad.
Perdonadme una o dos frases como necesaria explicación acerca de mí mismo, antes de llevaros a través de las fronteras del otro mundo. Mi vida se vio ensombrecida por las consecuencias de algún problema prenatal del cual no sabía nada, salvo como fantasma que me perseguía, y que me privó de la mano guía de una madre. Mi padre era un calvinista inflexible, con un modo de vida tan cuidadosamente organizado como si de una elevación arquitectónica se tratara, con un riguroso trato de los más mínimos detalles operativos. Era un anciano de la Iglesia Presbiteriana, con una cuenta bancaria de la magnitud suficiente como para permitirle llevar una vida de la más incuestionable fe. Pasó todos los años de su peregrinaje libre de la sombra del reproche.
Mi hermano y mi hermana no tenían una inclinación tan estricta, y su rebelión, casi abierta, a medida que crecían, no tendió en modo alguno a suavizar el carácter de mi padre. En cuanto a mí, yo no recibía ninguna simpatía de ningún miembro de la familia, ni tampoco se la extendía. Nadie me habló nunca de mi madre; de hecho, rara vez se mencionaba su nombre, pero siempre había sentido que, en caso de que hubiera existido, ella y yo habríamos estado siempre el uno para el otro. Pero ella se había ido y yo me había quedado solo. Los libros eran mi única compañía, y los poetas mis grandes favoritos. Mis primeros recuerdos son de la guardería religiosa a la que me habían confiado, cuyos guardianes aprendí a detestar por la duplicidad y la hipocresía que allí habitualmente practicaban. Con una mente naturalmente mórbida, la sombra de algún mal desconocido sobre mí, y un alma retraída ante las muestras de engaño, pronto aprendí a odiar a los que no vacilaban en mentir en acto y oración, y a suplicar a Dios que concediera éxito a la infamia.
Por estas cosas fui gradualmente llevado a extraer todo mi consuelo de los libros, y a sentir una gran aversión a cualquier relación con los que me rodeaban.
Yo era naturalmente de mentalidad religiosa, pero prefería resolver estas cuestiones a la luz de mi propia razón y de las claras enseñanzas de la Biblia, tal como yo podía comprenderlas. Un conocimiento práctico del culto público de las diversas sectas no hizo más que confirmar mi idea original acerca de que, en todas ellas, habia mucho más de forma y de moda que de un culto y un espíritu firmes. Y, por ello, respecto a esto así como respecto a todo lo demás, aprendí a contar sólo conmigo mismo, y a confiar en la clemencia y la justicia de un Dios recto con respecto a cualquier error que resultara de mi honesto esfuerzo por hacer Su voluntad, conforme a la luz dentro de mí.
Sin embargo, tuve compañía y dulce comunión en mi adoración, de esta manera: Guiado por alguna influencia, para mí nada menos que una inspiración, me encontraba en uno de esos patios y callejones tan numerosos en el este de Londres, donde más abundan el vicio, la pobreza y la miseria; donde la ayuda, aunque se necesita urgentemente, rara vez se encuentra; donde los habitantes no son eruditos en metafísica, sino hambrientos del pan de la empatía práctica. Entre tales miembros desterrados y caídos de nuestra humanidad común, siempre encontré que tenia un sermón que predicar y que era comprendido por doquier, un evangelio que proclamar y que ellos oirían con gusto, una semilla que sembrar que diera fruto sesenta o cien veces multiplicado.
Si la Iglesia tenía razón, y yo al final descubría que estaba equivocado, la gratitud que estos pobres desgraciados mostraban por el interés que me tomaba por ellos sería suficiente para hacer que las penas de mi castigo no sólo fueran soportables, sino bienvenidas. Ya habría en el Cielo muchas buenas personas para asegurar la felicidad de todas las almas que se ganaran la entrada en aquellas calles de oro. Yo no tenía voz para cantar, y si la conversación religiosa en la Tierra era un buen ejemplo de lo que podría ser la norma allí, esa especie de santurronería no tendría entonces ningún encanto para mí. Forzado a tal sociedad, sin ningún trabajo agradable que hacer, el lugar no tendría ningún interés ─ninguna atracción─ para mí. No era mi idea del Cielo, por lo tanto no lo quería.
Sería muy diferente con los pobres, arrojados a la deriva en ese otro lugar, porque si la Iglesia estaba en lo cierto, la división se haría más en ese sentido que en cualquier otro. Los ricos construyen los templos, que libran de toda dificultad financiera, y son constantes en los medios de la gracia, modernizándolos y proporcionando todo lo necesario para adorar a Dios en la belleza de la arquitectura y del ritual, mientras que generosamente se suscriben para el salario del ministro; pagando pues en todos los sentidos por su salvación, es justo y honesto que reciban su recompensa. Pero los pobres, que tienen que trabajar largas horas, sin nada que dar, apenas con un traje que ponerse, desagradablemente sugerente por los olores del taller, con sus hábitos vulgares y sus cantos a voz en grito, y para quienes su alojamiento es ese encalado y mal iluminado salón de la misión, agitado de corrientes de aire, no tienen derecho a esperar una entrada tan abundante [al cielo] como aquellos que contribuyen mejor mientras viven, y pueden ser llevados en un coche fúnebre de cuatro caballos cuando parten.
Por esta razón, los pobres siempre contaron con mi simpatía. Cuando pensaba en el tema, a menudo sentía como si me alegrara de que se me cerrasen a cal y canto las perladas puertas del Cielo, si por ese medio yo entonces pudiera servir como pequeño consuelo para las multitudes del infierno. Era perverso ─blasfemo─ sentirme de esta manera, tal como una vez me dijo el vicario; pero era algo constituyente en mí, formaba parte de mi desafortunada enfermedad, y le pareció inútil intentar hacerme cambiar de opinión.
Nunca pude entender qué tenía de justicia la pobreza de aquí y la condenación de allá, o la secuencia lógica de las riquezas de aquí y la salvación de allá. Eso no estaba de acuerdo con mi lectura de la Biblia, ni con la enseñanza de Jesús en la parábola del rico y Lázaro, tal como yo entendía la lengua inglesa. Puede haber sido por defecto de mi poder de analogía, pero si así era, me aferré a la ilusión.
Fue una tarde, cuando me dirigía a visitar a algunas de estas personas desatendidas, que me sobrevino el gran cambio. Caminaba por un sendero atestado de gente, absorto en la contemplación de las luces y sombras visibles en los rostros de los transeúntes, cuando oí un grito y vi a un niño en peligro mortal entre los caballos del camino. No estaba lejos, así que, corriendo hacia delante ─sin pensar más que en su seguridad─, lo alcancé y lo saqué de su peligrosa posición, luego me volví y…
Algo me tocó. Agarré al niño con más fuerza y di un paso adelante. El ruido cesó, los vehículos y la calle se desvanecieron, como si algún gran mago hubiera agitado su varita, y la oscuridad había desaparecido; yo estaba tendido sobre una ladera cubierta de hierba en una tierra encantada.
Y no es que todos los cambios radicaran sólo en nuestro entorno. Pocas personas se habrían quedado prendadas del harapiento niño que me apresuré a salvar, con sus pies sin zapatos, su pelo enmarañado y su cara sin lavar; pero el ángel que encontré recostado sobre mi pecho habría arrebatado de éxtasis a cualquier pintor. En cuanto a mí, en aquel instante había cambiado mi traje de mañana por una túnica suelta que de algún modo parecía formar parte de mí mismo; y no obstante estaba plenamente seguro de mi propia individualidad. Tenía curiosidad por saber qué había ocurrido, y por qué medios, en el lapso de un solo paso, se había efectuado una transformación tan completa.
El chiquillo, aunque evidentemente consciente de la alteración, me miró a la cara con ojos tranquilos y risueños, sin rastro de miedo; tal vez esperaba que le diera alguna explicación, pero era yo quien la necesitaba. Luego hundió la cabeza en mi hombro y se durmió. Me senté y lo cuidé, tratando de responder a la única pregunta que ocupaba mi mente: ¿Dónde estamos?
Estaba recostado sobre la hierba de algo que sólo podría describirse como el auditorio de un inmenso anfiteatro natural, con la arena ocupada por una multitud que parecía ocupada en la recepción de extraños, a los que daban la bienvenida y felicitaban. Si tan sólo hubiera podido comprenderla, la escena habría sido tan agradable como brillante, pero, dadas las circunstancias, mis sentimientos eran más de curiosidad que de aprecio. Parecía la representación de un elaborado cuadro teatral del que yo no tenía ningún programa descriptivo, pues ignoraba por igual el lugar, los actores y el propósito. Había dos clases de personas representadas: una, evidentemente los residentes, estaba ataviada con ropajes que abarcaban casi todos los matices de color con los que yo estaba familiarizado, y algunos que nunca había visto antes, y que por tanto no tengo medios para haceros comprender; la otra, que con mucho era la más pequeña de las dos, me dio la impresión de que se trataba de unos extraños que, recién llegados, necesitaban la ayuda y asistencia que tan gratuitamente se les ofrecía. Me preguntaba de dónde provendrían. Y a esta pregunta pude encontrar una respuesta un tanto satisfactoria. Ante mí se extendía una llanura, a través de la cual iba y venía gente continuamente; a su otro lado veía un pesado banco de niebla cuyos contornos se dibujaban nítidamente, como si estuviera confinado dentro de ciertos límites. La atmósfera era tan excepcionalmente clara que, aunque la niebla estaba quizás a unas dos millas de distancia de donde yo me encontraba, podía discernir fácilmente que entraban en la llanura desde esa dirección. Ahora me interesé intensamente por algo que desconcertaba mis facultades para determinar si era real o una ilusión óptica. Noté que se desvanecía gradualmente el color abigarrado de la vestimenta que llevaban las personas que se alejaban de nosotros hacia las nieblas, hasta que en la distancia ya no se veía más que un tono uniforme de gris; por el contrario, a medida que regresaban, se restablecían misteriosamente los tonos originales. Al final, me parecía como si aquel vapor ejerciera una influencia mágica, o que la llanura era tal que fuera legítimo llamarla encantada.
En el momento en que vi la niebla fui consciente de que un escalofrío me atravesaba, pero no debido a ningún cambio de temperatura, que era cálida y agradable, sino como el que se experimenta al pensar en abandonar un fuego acogedor para verse envuelto en la penetrante niebla del otoño o de principios de invierno. Lo que esto provocó es más de lo que puedo decir; tal vez fuera por mi empatía con aquellos que veía emerger de tal entorno, pues muchos se veían tan superados que apenas tenían fuerzas para llegar a la llanura abierta; mientras que para otros, los vigilantes se sumergían en la niebla y les ayudaban a atravesarla; otros eran cargados a cuestas todo el camino a través de la llanura antes de que tuvieran el poder de ponerse de pie.
No puedo decir cuánto tiempo estuve dedicado a esto, pero de repente mi atención se vio atraída por alguien que estaba a mi lado y me incorporé, dándome cuenta por primera vez de que la ladera en la que había estado sentado estaba ocupada por muchos como yo, evidentemente extraños. Esto, sin embargo, no me interesó tanto en ese momento como sí lo habría hecho antes, pues ahora toda mi mente estaba centrada en la persona a mi lado, con la esperanza de que pudiera resolver el problema que me tenía tan perplejo.
Adivinó mi propósito antes de que yo tuviera tiempo de formular una pregunta y, extendiendo las manos hacia el muchacho que aún dormía, dijo:
«Viene alguien que responderá a todas tus preguntas, mi deber es llevarme al niño».
«¿Llevarte al niño?» respondí, sin saber si debía entregarlo. «¿Adónde?
¿A casa?»
«¡Sí!»
«¿Pero cómo volveremos? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Dónde estamos?»
«Debes tener un poco de paciencia», respondió él, »entonces lo sabrás y lo entenderás todo».
«Pero, dime, ¿esto es un delirio o un sueño?».
«¡No! Verás que has estado soñando; ahora estás despierto».
«Entonces, por favor, dime dónde estamos y cómo hemos llegado aquí; estoy tan perplejo por saberlo».
«Estás en una tierra de sorpresas, pero no debes temer, no te traerá más que descanso y compensación».
«Eso sólo aumenta mi dificultad», dije suplicante.
«Pero hace un momento era de noche en Londres, donde salvé a ese chico de ser atropellado. Luego todo se desvaneció como un relámpago y hallé que nos encontrábamos aquí. ¿Dónde estamos, entonces, en este lugar ─cómo lo llamas─?»
«¿La tierra de la inmortalidad?»
«¡Qué! – ¿Muerto? – ¿Cómo?»
Fui consciente de dar un paso atrás cuando el formidable anuncio cayó sobre mis oídos, pero había algo tan tranquilizador en su manera de ser que volví instintivamente, agarrando la mano que me tendía como bienvenida. Entre todas las teorías con las que había intentado resolver el misterio, esta nunca se me había planteado por sí misma; de haberlo hecho, no la habría considerado ni por un momento, mientras que el inesperado entorno me habría justificado el descartarla. Estaba asombrado por la fe incuestionable con que acepté su declaración, mientras que su comprensiva compostura vetaba absolutamente cualquier sensación de agitación a medida que comprendía plenamente la sorprendente verdad.
«No, no muerto ─respondió, tras una breve pausa─.
¿Acaso has conocido alguna vez un muerto que hable y se sorprenda? Cuando un muchacho deja su casa para ir a la escuela, o la escuela para tomar parte en los acontecimientos más serios de la vida; o cuando una muchacha abandona la casa de su padre para ir a la de su marido, ¿solías decir entonces que habían muerto? Ciertamente no. Tampoco tienes razón en suponer que estás muerto desde que pasaste por el cambio que te ha sobrevenido».
«Pero he hecho una salida inequívoca de un mundo y una entrada en otro; por lo tanto, mientras estoy vivo para esta nueva vida, estoy muerto para la que he dejado atrás.»
» Ahora serás llamado a ampliar tus concepciones e ideas. Así como vuestros hogares en la tierra son moradas separadas, y las naciones conforman los dominios de diferentes reyes, así los diversos estados y mundos de esta vida se convierten en las muchas mansiones en el reino universal de nuestro Padre-Dios. Por lo tanto, sólo estás muerto para la Tierra de la misma manera que el escolar muere como escolar pero obtiene un mayor poder como maestro; o tal como una niña deja de ser residente para convertirse en visitante.»
«No te entiendo», repliqué.
«Permíteme darte el esbozo de una parábola sobre la que podrás reflexionar hasta que envíen a otra persona que te proporcione una información más clara. A los niños se les induce a dormir en la Tierra arrullándolos con canciones infantiles cuyos fabulosos héroes se convierten en personajes históricos en las mentes de los pequeños oyentes, hasta que las realidades de la vida disipan la ilusión. Así, los niños más crecidos, al entrar en esta vida, descubren que también ellos han sido adormecidos espiritualmente por las ficciones de las nodrizas de sus almas. Es el despertar a la verdad de este hecho lo que hace de esta una tierra de sorpresas, como descubrirás a medida que avances. Pero ahora debo dejarte y llevar a nuestro hermanito a la casa de los niños, donde volverás a encontrarte con él dentro de poco».
Con un amable saludo se marchó, y yo me quedé solo, pensando en todo lo que había dicho. Su parábola estaba preñada de revelaciones que sólo el futuro podría desvelar de manera inteligente, pero una cosa era evidente: yo había dado el paso irrevocable, había resuelto el gran secreto; sin embargo, ¿qué había aprendido? Me limitaba a esperar con la certeza de que el acto de morir se había realizado inconscientemente. ¿Cuál sería el resultado? Fuera cual fuese, ya no podía volver atrás; tenía que enfrentarme a mi sino. Una cosa me habían asegurado: no había por qué temer. Ni siquiera estaba ansioso: estaba contento. Así que esperé y reflexioné.
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Versión en inglés
TO THE READER (poesía inicial)
I heard, within my spirit home, a wail: –
“If only one could come – could tell the tale
Of his experience on that other side;
Could rend the mists – could fling the portals wide,
That we might see – might understand – might know!”
The agony disturbed me, and my heart said – “Go!”
Love cheers me on, but ignorance resists
The power by which I hand this ‘Through the Mists.’
THE AUTHOR.
RECORDER’S NOTE TO THE FIRST EDITION
I have no desire to add anything to the following story more than a brief explanation of its origin, and my connection with the same.
It was Christmas Eve, and I was busily engaged with some annuals lying on my table, when a stranger – uninvited and unannounced – entered my room ‘while the door was shut.’ His presence did not disturb me, since I had entertained such visitors before; so, pointing to a seat, I bade him welcome, and asked the purpose of his coming.
He then explained to me a desire he had long cherished, and asked if I would aid him in its consummation. As soon as his mind comprehended the fact that he had passed the grave, a yearning possessed him to find some means of coming back, and telling how men erred in their conception of that life beyond. At first he feared he had no power to break the silence of the tomb, but with experience came the knowledge of the omnipotence of love, by which the lips of death could be unsealed, the proof of which was granted in our conversation. He desired me to write what he should dictate, then give his story to the world.
How could I answer “No!” Was not I, in common with every human being, seeking for that knowledge he had the power to give? Therefore I did not hesitate to take my pen.
I soon discovered his recital, though unorthodox, threw a flood of light upon the Bible teaching, clearing clouds of doubt away, and reconciling passages therein I could not understand before. He came to me a stranger, but I soon learned to love him, and awaited his return with impatience every morning; now, when he has ceased his record for the present, I look upon the seat whereon he sat so many hours as being in some mysterious manner half-way ‘Through the Mists.’
In sending this forth in obedience to his wish, let me append the prayer he breathed when last he left me:- “May God, the Father of the souls of all men, bless this effort of a yearning heart to lift a portion of the weight of ignorance from the shoulders of his brethren in the flesh; and grant that the light of its truth may be a lamp unto their feet in coming ‘Through the Mists.’” To this I add Amen!
ROBT. JAS. LEES.
May 1898.
CHAPTER I
COMING THROUGH THE MISTS
In my earth-life I was called a misanthrope. This is a strange admission with which to break my silence, but being now beyond the consequences to which such frankness might lead, I have no reason – even though I had the will – to speak with less reserve. If any apology be demanded for the pleasant task I have undertaken, let it be found in the ceaseless wail to which I have referred to in my preface to these pages. Is my statement
true in that respect? I bid you turn that question inwards. Ask your own heart, and I will be content to take the answer, merely adding that as you are, so is all mankind.
Pardon me one or two sentences in necessary explanation of myself before I carry you across the borders of the other world. My life was overshadowed by the consequences of some prenatal trouble of which I knew nothing, save the phantom remaining to haunt me, and that it robbed me of a mother’s guiding hand. My father was an inflexible Calvinist, with a mode of life as carefully arranged as an architectural elevation, while its working details were as rigorously insisted upon. An elder of the Presbyterian Church, with a banking account of sufficient magnitude to allow him to live a life of most unquestioning faith, he spent all the years of his pilgrimage free from the shadow of reproach.
My brother and sister were not so strictly inclined, and their almost open rebellion, as they grew, by no means tended to soften my father’s character. For myself I neither received from, nor extended to, any member of the household any sympathy. No one ever spoke to me of my mother – her name, in fact, was seldom mentioned – but I always felt that had she lived we should have been all in all to each other, but she was gone, and I was left alone! Books were my only companions – the poets my greatest favourites. My earliest recollections are of the religious baby-farm to which I had been entrusted, whose managers I learned to loathe for the duplicity and hypocrisy they habitually practised there. With a naturally morbid mind, the shadow of some unknown wrong above me, and a soul shrinking from the appearance of deceit, I soon learned to hate those who did not hesitate to lie in act and prayer, and plead with God to grant success to infamy.
By these things I was gradually led to draw all my comfort from books, and to entertain a great aversion to any fellowship with those about me.
I was naturally of a religious turn of mind, but preferred to solve its questions by the light of my own reason and the plain teachings of the Bible as I could comprehend them. A practical acquaintance with the public worship of the various sects only confirmed my original idea of there being much more of form and fashion than solid worship or spirit in them all, therefore in this, as in everything else, I learned to rely upon myself alone, and trust to the leniency and justice of a righteous God in respect to any error resulting from my honest endeavour to do His will according to the light within me.
Nevertheless, I had companionship and sweet communion in my worship, after this manner: Led by some influence, to me nothing less than an inspiration, I would find myself in one of the courts and alleys so numerous in the East of London, where vice, poverty, and wretchedness most abound; where help, though urgently needed, is seldom met with; where the inhabitants are not learned in metaphysics, but hunger for the bread of practical sympathy. Among such outcast and fallen members of our common humanity, I always found I had a sermon to preach which was comprehended in every part, a gospel to proclaim that they would gladly hear, a seed to sow which brought forth fruit sixty or a hundredfold.
If the Church was right, and I at the last found that I was wrong, the gratitude which these poor unfortunates showed for the interest I took in them would be sufficient to make the pains of my punishment not only bearable but welcome. There would be plenty of good people in Heaven to ensure the happiness of every soul who should gain an entrance to those streets of gold. I had no voice to sing, and if the religious conversation on earth were fair specimens of what would be the standard there, the goody-goodiness would have no charm for me. Forced into such society, without any congenial work to do, the place would have no interest – no attraction – for me. It was not my idea of Heaven, consequently I did not want it.
It would be very different with the poor, cast adrift into that other place – for if the Church was right the division would be made more upon those lines than any other. The rich build the temples, keep them out of financial difficulties, are constant at the means of grace, make them fashionable, provide everything necessary to worship God in the beauty of architecture and ritual, while they generously subscribe towards the salary of the minister; paying in every way for their salvation, it is but right and honest they should meet with their reward. But the poor, who have to work long hours, with nothing to give, scarcely one suit to wear, and that unpleasantly suggestive by the odours of the workshop, with their vulgar habits and loud-voiced song, for whose accommodation the white-washed, ill-lighted, draughty mission hall is provided, have no right to expect such an abundant entrance as those who contribute better while they live, and can be drawn in a four-horse hearse when they take their departure.
For this reason the poor always had my sympathy. When I thought upon the subject, I often felt as if I should be glad to find the pearly gates shut upon me, if by that means I could be some little consolation to the multitudes in hell. It was wicked – blasphemous – to feel so, so the vicar once told me; but it was constitutional – part of my unfortunate malady, and he found it useless to attempt to change my mind.
I never could understand the righteousness of poverty here and damnation there; or the logical sequence of riches here and salvation there. It was not according to my reading of the Bible, or the teaching of Jesus in the parable of Dives and Lazarus, as I understood the English language. It may have been a defect in my power of analogy, but if so I held to the delusion.
It was one evening, when on my way to visit some of these uncared-for people, that the great change overtook me. I was walking along a crowded footpath, engaged in the contemplation of the lights and shadows visible on the faces of passers-by, when I heard a scream, and saw a child in deadly peril among the horses in the road. He was not far away, so bounding forward – with no thought but for his safety – I reached and dragged him from his hazardous position, then turned, and…
Something touched me. I clasped the boy more firmly and stepped forward. The noise ceased, vehicles and street faded away, as if some great magician had waved his wand, the darkness disappeared, and I was lying upon a grassy slope in an enchanted land.
Neither did all the changes lie in our surroundings. Few people would have been enamoured of the ragged child I rushed to save, with his shoeless feet, matted hair, and unwashed face; but the angel I found lying upon my breast would have driven an artist into raptures. For myself, in that instant, I had changed my morning suit for a loosely flowing robe which somehow seemed to be a part of myself; and though I was fully assured of my own individuality. I was curious to know what had taken place, and by what means, in the interval of one solitary step, a transformation of such completeness had been effected.
The lad, though evidently conscious of the alteration, looked into my face with calm laughing eyes, void of any trace of fear; perhaps he expected me to give some explanation, but I needed that myself. Then he buried his head in my shoulder and fell asleep. I sat and nursed him, trying to answer the only question which occupied my mind – “Where are we?”
I was reclining upon the grass of what can only be described as the auditorium of an immense but natural amphitheatre, with the arena occupied by a multitude who appeared to be engaged in the reception of strangers, whom they were welcoming and congratulating. If only I could have understood it, the scene would have been as pleasing as it was brilliant, but, under the circumstances, my feelings were more of curiosity than of appreciation. It resembled the performance of an elaborate tableau of which I held no descriptive programme, being alike ignorant of the place, the players and the purpose. This was all that I could understand: – There were two classes of persons represented – the one, evidently residents, attired in garments embracing almost every shade of colour with which I was familiar, and some the like of which I had never seen before, and therefore have no means to make you understand. The other, by far the smaller of the two, gave me the idea of strangers, who, having just arrived, stood in need of the help and assistance so freely proffered. Where did they come from, I asked myself? To this I was enabled to find a somewhat satisfactory reply. Before me lay a plain, across which numbers were continually coming and going; at its further side I saw a heavy bank of fog lying, the outlines of which were boldly portrayed as if confined within certain limitations. The atmosphere was so unusually clear, that although the fog was perhaps some two miles distant from where I lay, I could easily discern that they entered the plain from that direction. I now became intensely interested in something which baffled my powers to determine whether it was real or an optical illusion. I noticed that the variegated colour of the dresses worn by those who went from us towards the mists gradually faded, until in the distance but one uniform tone of grey was visible; on the contrary, as they, returned the original hues were as mysteriously restored. It seemed to me, at length, as if some magical influence was exerted by that vapour or that the plain was one which might legitimately, be called enchanted.
The moment I saw the fog I was conscious of a cold chill running through me, not due to any change of temperature, which was warm and genial, but such as one experiences at the thought of leaving a cosy fire to become enveloped in the piercing mist of autumn or early winter. What caused this is more than I can say – perhaps it was sympathy with those I saw emerging from such surroundings; for many were so overcome they scarcely had the strength to reach the open plain; while for some the watchers plunged into the mists and carried them through; others being borne all the way across the plain before they had the power to stand upon their feet.
How long I was thus employed I cannot tell, but suddenly my attention was attracted to someone standing beside me and I arose, for the first time becoming aware that the slope whereon I had been sitting was occupied by many, evidently strangers, like myself. This, however, did not interest me so much just then as it would previously have done; all my mind being centred upon the person who stood beside me, in the hope that he would be able to solve the problem so perplexing to me.
He divined my purpose before I had time to frame a question, and, stretching out his hands towards the still sleeping lad, said :
“There is someone coming who will answer all your enquiries, my duty is to take the boy.”
“To take the boy?” I answered, scarcely knowing whether I ought to give him up. “Where? Home?”
“Yes!”
“But how shall we get back? How did we come here? Where are we ?”
“You must be patient for a little while,” he answered, “then you will know and understand all about it.”
“But, tell me, is this delirium or a dream?”
“No! You will find you have been dreaming; now you are awake.”
“Then, please, tell me where we are, and how we came here; I am so perplexed to know that.”
“You are in a land of surprises, but you need not fear, it will bring for you nothing but rest and compensation.”
“That only increases my difficulty,” I said entreatingly.
“But just now it was night in London, where I saved that boy from being run over. Then everything faded like a flash and l found we were here. Where then, is this place. – What do you call it?”
“The land of immortality?”
“What! – Dead? – How?”
I was conscious of falling back a step as the stupendous announcement fell upon my ears, but there was something so reassuring in his manner that I instinctively returned and grasped the hand he held out to give me welcome. Among all the theories by which I had tried to solve the mystery, this one had never suggested itself – it would not have been entertained for a moment if it had, while the unexpected surroundings would have warranted me in dismissing it. I was astonished at the unquestioning faith with which I accepted his declaration, while his sympathetic composure absolutely forbade any sense of agitation as the startling truth was fully comprehended.
“No! Not dead!” he replied, after a moment’s pause.
Did you ever know dead men to talk, and be surprised? When a boy leaves home for school, or school to take his part in the more serious events of life – when a girl leaves her father’s for her husband’s home, have you been in the habit of saying they were dead ?Certainly not! Neither are you right in supposing you are dead since passing through the change which has overtaken you.”
“But I have made an unmistakable exit from one world and an entrance into another; therefore while I am alive to this new life, I am dead to that which I have left behind.”
“ You will now be called upon to enlarge your conceptions and ideas ; as your homes on earth are separate habitations, and nations form the dominions of different kings, so the various states and worlds in this life become the many mansions in the universal kingdom of our Father-God. Therefore you are only dead to earth in the same way as the schoolboy dies as a scholar, but has the greater power of a teacher; or as the girl ceases to be a resident, and becomes a visitor.”
“I do not understand you,” I replied.
“Let me give you the outline of a parable over which you may reflect until someone else is sent to afford you clearer information. Children are coaxed to sleep on earth by the singing of nursery rhymes, the fabulous heroes of which become historical characters in the minds of the little listeners, until the realities of life dispel the illusion. So children of a larger growth, upon entering this life, find that even so have they been lulled to spiritual slumber by the fictions of the nurses of their souls. It is the awakening to the truth of this fact which makes this a land of surprises, as you will find it to be as you proceed. But now I must leave you and take our little brother to the children’s home, where you will meet him again presently.”
With a kindly salutation he departed, and I was left alone to think on all he had said. His parable was pregnant with revelation that the future alone could intelligently unfold, but one thing was evident – I had taken the irrevocable step – had solved the grand secret; yet what had I learned? I was merely waiting with the knowledge that the act of dying had been unconsciously accomplished. What would be the result? Whatever it might be I could not now go back; I had to meet my fate. One thing I had been assured: there was no need to fear. I did not – was not even anxious – I was content. So I waited and pondered.