Índice
─ Introducción
─ Notas al capítulo
─ Versión en español
─ Versión en inglés
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Introducción
Este texto es introducido en esta página (y es enlazado en ella):
Página-guía B.9:
unplandivino.net/transicion/
Está en el apartado de esa página dedicado a Robert J. Lees (buscar «Robert» en la página).
Para los audios:
En esa misma página estarán enlazados y ordenados. El audio de este capítulo ya está allí enlazado. Y, como en otros audios, hice un comentario al final del audio, esta vez más breve, tras la lectura del texto. En el comentario vemos algunas ideas importantes, y a veces aclaramos algunas cosas.
Reuniré todos los textos de este primer libro de R. J. Lees (A través de las nieblas) cuando vaya terminando de hacer esta «primera» versión de la traducción (que hago con ayuda de deepl y google) ─»primera» versión en el sentido de «para mi web»─.
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Notas al capítulo
(Abajo van notas que refieren una breve parte de lo hecho en el grupo de lectura sobre el capítulo, por María Magdalena (2012):
─ 20120920 Through The Mists – With Mary – Chapter 11 S1
─ https://www.youtube.com/watch?v=ItId7HSn9yQ
─ 20120926 Through The Mists – With Mary – Chapter 11 S2
─ https://www.youtube.com/watch?v=6J4Mr_g2wGM )
─ Al final vemos lo que le sucede a una persona recién «muerta» que se ve atraída por el tirón, el arrastre de los seres que deja atrás en la Tierra, que empujan a esa mujer a volver a la Tierra (un empuje que ella literalmente «no puede evitar», y vuelve).
─ Cuando Fred habla de «cordones de amor», ahí sólo se estaría refieriendo de forma imprecisa o vaga al «amor», ya que se trataría de una atracción adictiva, y no de amor realmente.
─ Este arrastre ocurre porque las personas que nos quedamos en el cuerpo físico (los «vivos») a menudo no hacemos el duelo realmente por las pérdidas, sino que egoístamente lloramos en la adicción, en una especie de falso duelo por no tener satisfechas las adicciones emocionales que nos unían con la persona que hemos perdido (adicciones como «evitar sentir nuestra emoción de soledad», etc.).
─ Con el falso duelo a menudo nos sentimos «necesitados» o culpables, todo ello cultivando cierto narcisismo.
─ Con el «falso duelo» también evitamos afrontar nuestras creencias falsas sobre la muerte, es decir, evitamos la verdad sobre la continuidad de la vida, y estamos más pendientes de nosotros mismos y de nuestras supuestas pérdidas, que de la persona «que se va» y su felicidad.
─ Al no tener ya satisfechas las adicciones emocionales con esas personas «que se fueron», los que quedamos «vivos» tenemos también enfado, frustración, y nos sentimos exigentes, así como proyectando una demanda, una exigencia hacia «la vida», hacia Dios y/o hacia las personas que «se fueron».
Versión en español
CAPÍTULO XI
EL HOGAR DEL ASIRIO
Las observaciones de mi amigo arrojaron una sombra de depresión sobre mi recién nacido entusiasmo, e iniciaron en mi mente un repaso de probabilidades que me volvió indiferente, por el momento, a su intento de cambiar de tema. Pero su segunda tentativa me hizo tomar consciencia del panorama que se presentaba ante mí y consiguió, al menos por el momento, poner fin a todo sentimiento de pesadumbre.
He dicho que mi primera impresión de la casa de Marie fue que ofrecía todas las facilidades, por sus siempre diversos empleos, para destetar un corazón de la tristeza; pero la idea era sólo abstracta, ya que ni aquellos alrededores ni los más hermosos terrenos en los que había conocido a Cushna, en el Hogar del Reposo, habían traído a mi mente, conscientemente, la cuestión del trabajo manual en esta nueva vida. Pero había llegado el momento de hacerlo, y una nueva sorpresa llevó mi mente y mis preguntas en otra dirección.
Estábamos en la cima de una montaña, una de las cadenas que se curvaban alrededor de un valle lo bastante pintoresco como para inspirar a un poeta o a un artista un sueño del Edén. De entre las colinas, en el extremo más alejado, un arroyo de plata caía en una serie de elevadas cascadas en la llanura, que así dividida en porciones casi iguales, se realzaba en belleza por la presencia cristalina del majestuoso río. Un rasgo que se presentaba aquí atrajo particularmente mi atención, y me llevó a preguntarme si no se había recurrido al arte en ayuda de la Naturaleza para producir el agradable resultado. Cerca del centro del valle, el curso del río se desviaba repentinamente a derecha e izquierda con el propósito de formar una isla, quizá de una milla de extensión, que constituía una espléndida plataforma o cimiento para el extenso palacio o mansión que era el principal objeto de atracción.
«Tienes razón -dijo Cushna en respuesta a mis preguntas-, la corriente fue desviada en algún momento para formar la isla».
«Pero, ¿no me dirás que en el cielo existe el trabajo manual? ¿No es un lugar perfecto en lo que a estas cosas se refiere?»
«Para responder primero a tu última pregunta -dijo-, el cielo no es, por el momento, un lugar perfecto. Sé que tal es la idea terrestre, pero no es bíblica, y no tiene ni sombra de justificación en la enseñanza de Jesús, que dijo a sus discípulos: «Os voy a preparar un lugar», lo cual implica en verdad imperfección, porque no está preparado. Por otra parte, esta vida es una en la que «todo poder encuentra pleno empleo»; el poeta es capaz de recibir inspiraciones superiores, pero ¿de qué sirve si no puede escribirlas? ¿Acaso los talentos de Rafael, Fra Angelico o Turner sólo se desplegaron durante el lapso momentáneo de un desapacible día de la Tierra? ¿Piensas que los sueños de belleza y gracia que aquí se engendraron del genio de Fidias o Miguel Ángel han de ser condenados a yacer prisioneros en el santuario de su propia concepción?
«¿Dónde están los poderosos arquitectos que construyeron Tebas y Babilonia, Jerusalén, Atenas y Roma? ¿No tienen esas mentes inspiraciones cuando contemplan los lugares, las capacidades y los recursos de la inmortalidad? ¿Acaso Handel, Mozart y Beethoven están cansados de la armonía, o han agotado la fuente de la música? Uno retrocede ante la idea de lo que sería el cielo sin el empleo activo de mentes tan grandes como estas.
«Permíteme que te pregunte también, ¿no tiene el jardinero algún ideal que consumar, y acaso se le disuadirá de dar aplicación a su genio, donde pueda desplegarse libre de las influencias poco propicias contra las que tuvo que luchar en la Tierra? La música y la pintura, la escultura y la arquitectura han tenido sus trabajadores, que han vivido y muerto sin éxito y sin ser apreciados, tanto como los obreros del pico y la pala. Amaban su arte, y la compensación del cielo se encuentra en la realización de sus esperanzas. Sí, amigo mío, aquí hay lugar para el trabajo; pero lo que marca la diferencia es que no hay fatiga ni trabajos arduos. Nuestro único incentivo para trabajar es el amor, no para ganarnos una existencia [«ganarnos la vida»], sino para producir una apariencia externa de aquello que nace dentro, y que impulsa y forma el resorte principal de nuestra actividad.»
Permanecí en silencio, pero mi mente se volvía pesada con los pensamientos que transportaba.
El objeto que atrajo mi atención más que ningún otro fue el palacio o mansión que ocupaba la isla y que, según me informaron, era el hogar del asirio, anuncio que me causó cierta diversión al principio, ya que la idea de que fuera una residencia de cualquier tipo habría sido la última que se me hubiera pasado por la cabeza.
Mi primera e instintiva concepción de ella fue la de una vasta pirámide floral construida y dispuesta como efecto central y final en un valle encantador. La base del edificio tenía, tal vez, más de un cuarto de milla de extensión, pero la elevación gradual del terreno desde la orilla del agua le daba la apariencia, desde el punto en que lo contemplé por primera vez, de ser de proporciones considerablemente mayores de lo que en realidad era. Hasta que no hubimos cruzado uno de los pintorescos puentes que formaban la aproximación, no pude desprenderme por completo de mi idea original, pues la presencia del número de personas que se veían era tan coherente con una explicación como con la otra. Pero al ascender desde el río, mi vista empezó a penetrar en el follaje. Pude entonces discernir la disposición arquitectónica que producía el agradable y novedoso efecto. Cada piso, de los cuales había diez, estaba construido de tal manera que dejaba una terraza de unos treinta pies de ancho alrededor de todo el edificio; los bordes exteriores estaban plantados con macizos de flores, luego arbustos y finalmente palmeras y otros árboles, cuyas ramas formaban un majestuoso paseo.
Sin embargo, no pude dedicar toda mi atención al edificio, porque Cushna ya había comunicado nuestra llegada a Siamedes, que vino a nuestro encuentro y nos dio la bienvenida al cruzar el puente. También fuimos objeto de curiosidad para muchos otros, que, según me informaron, estaban ansiosos por saber quién podía ser el recién llegado, y si era posible que yo fuera el portador de noticias de amigos que aún estaban en la Tierra. Descubrí que esta era una de las muchas casas donde las almas de los que se han cansado de hacer el bien, y han luchado y salido «más que vencedores», podían descansar un poco y ser atendidas, para que pudieran entrar en las alegrías del cielo con todas sus energías reavivadas y fortalecidas, para poder apreciar plenamente las glorias que les esperaban. Aquí se fortalecían, mientras las vibraciones del conflicto pasaban; experimentaban la paz del eterno silencio después de la tormenta, disfrutaban del alivio de despojarse de la armadura, y entraban en la libertad del reposo, que nunca más se rompería. Me dijeron que la condición de los individuos varía considerablemente en tales momentos, pero que, por lo general, están limitados en su conocimiento de lo que ocurre en la Tierra, y por esta razón, observan a los recién llegados en busca de información.
Siamedes no iba vestido como lo vi en la Coral, sino con una túnica suelta de color gris eléctrico, sobre la que alternaban rubores rosas y azules que parecían latidos pulsátiles, pero su aspecto no era menos regio. La primera vez que lo vi estaba vestido con túnica de estado; ahora era el monarca en su casa. Pero, ¡oh! ¡qué concepto de la realeza me formé mientras observaba a este gobernante subsidiario del Rey de reyes! La diadema que llevaba era de servicio, mientras que el cetro que blandía irradiaba una influencia en cuya presencia la revuelta y la traición habrían sido aniquiladas; las gemas con que estaba engastado no excitaban codicia ni avaricia, mientras que era blandido no con un mandato de destrucción, sino con una orden de vida. La mano del tirano o del opresor no podría asirlo, ni la mancha de sangre podría jamás tocarlo, porque ese emblema de gobierno Divino ha salido de las manos de Dios, donde Él mismo había grabado el nombre de: Amor.
Al contemplarlo, me sentí involuntariamente atraído hacia él, cuando me rodeó tiernamente con sus brazos y caminamos hacia adelante ─yo, al menos, perfectamente feliz y contento, pues ¿cómo podría ser de otro modo?─. Empezaba a acostumbrarme a las grandes ventajas que había heredado en esta nueva vida, que carecía de límite de tiempo; y a medida que pasaba página tras página, veía cómo se me proporcionaban actividades en las que ocupar mi alma durante las largas eternidades que me aguardaban. El antiguo cielo visionario e inane había desaparecido, y en su lugar se había descubierto un descanso que sería un empleo, un culto que era un despliegue, una apoteosis que sólo podía alcanzarse mediante la expansión de la divinidad, que aunque desconocida siempre había permanecido enterrada dentro de mí.
Seguimos paseando. ¿Por qué no? Estaba a orillas del mar eterno, y cada paso tenía su miríada de granos, cada uno con su revelación especial que hacer. Cada persona que conocíamos tenía una historia de vida diferente que contar, y yo no tenía otra cosa que hacer que aprender. Hablamos con alguien que acababa de despertar para comprender el cambio que se había producido, y pude estudiar en otro el mismo desconcierto que yo experimenté en circunstancias algo similares. Luego observamos a una, cuyo descanso probatorio había terminado, que miraba en dirección a donde la esperaban los amigos que la escoltarían al «lugar preparado» para ella. Cada incidente tenía su interés y encanto peculiares, pues descubría los métodos de Dios al tratar con los hijos de los hombres en la Tierra, al guiar a los ciegos por un camino que no conocen.
«Nuestra conversación con estos amigos -comenté finalmente a Siamedes- me da la impresión de que no celebráis corales aquí. ¿Es eso cierto?».
«Sí, mis visitantes son todo lo contrario de los que viste en la casa de reposo, y necesitan atenciones muy diferentes. Fueron víctimas que sucumbieron, en contra de su naturaleza, a la intolerancia de credo; fueron dominados mientras luchaban por liberarse. Estos son conquistadores que, siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de Jesús, han labrado su propia salvación a pesar del credo.»
«Entonces, ¿quizá puedas responderme a una pregunta que me desconcertó muchas veces en la vida anterior?».
«Lo haré, si es posible», respondió amablemente.
«¿Cuál de todas las denominaciones, o religiones si lo prefieres, aporta el mayor porcentaje de redimidos?».
«Aquí no reconocemos más que una religión, que es el Amor; y todos sus discípulos no tienen más que una denominación: amantes de la humanidad. Ninguna de las religiones creadas por el hombre tiene el monopolio de este atributo. Pero en todas se pueden encontrar seguidores sinceros y concienzudos. Su culto es el servicio a la humanidad; su letanía, las acciones nobles; sus oraciones, las lágrimas de simpatía; sus sermones, las vidas sencillas, conocidas y leídas por todos los hombres; sus canciones son canciones de cuna para calmar a los corazones rotos; su fe, la inmolación del yo; y su esperanza, el Cielo. Esta es la única religión que puede sellar los pasaportes del cielo para los peregrinos de la Tierra. Los sistemas de teología no tienen más encanto para nosotros aquí que el que tenían en la Tierra; pero en cada corazón hay un ideal latente hacia el cual toda la humanidad se extiende ciegamente, una esperanza vaga e indefinida a la cual todas las naciones aspiran ignorantemente, una solución de los problemas políticos que está apenas más allá del alcance de los estadistas, un método de arbitraje internacional por el cual la paz reinará en la Tierra; todo esto se está generando en el vientre del porvenr. Y ¡oh! cuán cercano está ese futuro; cuán pronto podría lograrse todo, si tan sólo la teología sistemática pudiera ser apartada, y las almas de mente sencilla pudieran levantar el verdadero estandarte de la cruz para que todo el mundo pudiera ver y reconocer que toda dificultad sería superada, todo problema resuelto y todo ideal alcanzado en Jesús».
En aquel momento atravesábamos un magnífico vestíbulo que, evidentemente, conducía al patio o jardín que podía ver a lo lejos. A ambos lados de nosotros corrían corredores, desde los que se abrían, al parecer, innumerables apartamentos; y aquí tuve una espléndida oportunidad de observar la atmósfera autoluminosa a la que he aludido antes. En el centro mismo de un vestíbulo tan vasto, uno esperaría encontrar una penumbra casi de medianoche; sin embargo, ni aquí ni en los pasillos adyacentes podía detectarse el menor indicio de sombra. Escaleras de proporciones majestuosas se elevaban a intervalos hasta las terrazas superiores, en todas las cuales, siempre que había facilidad, se encontraban árboles, plantas y flores, en una exuberancia más que oriental, entremezclados con estatuas y tapices que desconciertan cualquier intento de descripción.
Al llegar al patio descubrí enseguida la razón por la que había sido elegido como punto de partida de mi inspección del palacio. En el centro se alzaba, o tocaba, o jugaba ─apenas sé cómo describirlo─ una maravilla acuático-botánica única que era a la vez árbol y fuente. Desde una cuenca de color coral se elevaba una enorme masa de agua de unos cuatro o cinco pies de diámetro, como si pasara a través de un conducto transparente. A los cuatro metros de altura, sus ramas comenzaban a extenderse en todas direcciones, cada una de ellas exuberante con su triple carga de hojas, flores y frutos siempre cambiantes. Digo siempre cambiantes, porque tan pronto como la hoja, la flor o el fruto alcanzaban su pleno desarrollo, por algún misterioso poder eran arrancados del árbol, como recogidos por manos invisibles, y llevados a uno u otro de la multitud de apartamentos que nos rodeaban por completo. Era una lección objetiva del proceso de la naturaleza, cuyas poderosas fuerzas operaban visiblemente ante mis ojos. Contemplé el espectáculo con asombro, casi con admiración, y al mismo tiempo me maravillé del uso que se daba a los productos de este maravilloso árbol.
Como para responderme, Siamedes se inclinó y recogió dos o tres de las hojas que habían caído a nuestros pies; su color era de un verde pálido, brillante, casi esmeralda, mientras que al tacto eran suaves y aterciopeladas. Cuando las hube examinado a fondo, mi compañero cerró la mano sobre ellas, y al apretarlas fui consciente de un olor muy suave y delicado, que me produjo un efecto marcado y estimulante. Luego abrió la mano, en la que sólo quedaba un rastro de humedad, pero ni rastro de las hojas. Una sonrisa se dibujó en sus facciones al ver mi asombro, y procedió a explicarme tan singular fenómeno.
«Esto -dijo- es el árbol, y también el agua de la vida, tan necesaria para restaurar el cansancio y recuperar el agotamiento de los que vienen aquí a descansar. Constituye un método de revigorización que equivale a la Coral. La corriente que alimenta y da energía a este árbol, así como a muchos otros en hogares similares, es la más fuerte y rica de la que tenemos idea; se nos dice que nace en la vecindad del trono de Dios, pues nunca varía en la constancia de su flujo. Para nosotros, que la conocemos mejor y observamos su funcionamiento, la cualidad más maravillosa que posee es su notable adaptación a los requisitos particulares de cada caso al que ministra. No nos deja nada más que hacer que mirar y esperar mientras obra una restauración completa. Cuando su refrescante rocío cae en los ojos, los cimientos de la fuente de las lágrimas se enjugan por completo; permanece sobre la frente gastada por la preocupación hasta que cada surco ha desaparecido; deja caer su semilla dentro del corazón roto, y luego lo lava con melodía hasta que la canción de la victoria ha florecido. Pero ven a ver a algunos de los amigos que yacen bajo la bendición de sus aguas hasta que se recuperan de los efectos de la «fiebre irregular» de la Tierra [earth fitful’s fever]».
No intentaré describir los apartamentos en los que estos cansados hijos de la Tierra dormían las sombras. Si las palabras me sirvieran para el propósito, ninguna mente aprisionada en las limitaciones de la mortalidad tiene poder para comprenderlo. Baste decir que el amor había contribuido con la obra de su devoción; el afecto había prodigado sus tesoros más selectos; las gemas de alivio de cada suelo habían sido mejoradas; la simpatía y la habilidad habían agotado sus almacenes, hasta que el Gran Diseñador de los cielos había hecho que ese lugar de descanso para sus hijos tocara el estándar de su propio deseo, y luego lo declaró bueno.
Al llegar a la segunda terraza, Siamedes se detuvo cuando nos acercábamos a la entrada de un apartamento, para explicarme las circunstancias del caso. Allí yacía una madre cuyo despertar estaba siendo velado por tres de sus hijos. Era hija de un comerciante ignorante pero extremadamente ortodoxo, que había recibido su religión como una especie de herencia. Se casó con un hombre que había sido apartado por su familia para el púlpito, pero él mismo era demasiado concienzudo como para predicar lo que para él no era más que la mitad de la verdad, y a pesar de las urgentes persuasiones de ambas partes, persistió en seguir su oficio de impresor. Con la llegada de las responsabilidades familiares, sus recién nacidos sentimientos paternales ampliaron aún más el abismo que lo separaba de la ortodoxia, y renunció a la última idea de convertirse en predicador. Su esposa estaba temerosa, pero su amor era verdadero. En la iglesia empezaron a oírse rumores sobre su estado de ánimo y, por el bien de los demás, le pidieron que dimitiera. Su mujer se fue con él. Entonces los desilusionados padres del hombre, viendo que sus esperanzas se desvanecían rápidamente en el olvido, se unieron para tratar de restaurar a la oveja descarriada, y después de mucha oración llegaron a la conclusión de que Dios había ordenado una pequeña prueba como medio de asegurar el regreso del descarriado. Acto seguido, visitaron a su patrón y, con unas cuantas insinuaciones calumniosas, consiguieron que lo despidieran. Siguieron nueve meses de privaciones gradualmente crecientes, durante los cuales los tres hijos aumentaron con un cuarto, aunque los padres justos no se atrevían a ayudarles a resistir los castigos de Dios proporcionándoles ningún alivio. Pero la esposa nunca permitió que se apagara el fuego de su amor; nunca salió de sus labios una murmuración; ninguna pregunta ansiosa sobre si él había tenido éxito ─cuando sus cansados pasos sonaban en sus oídos como música nocturna─ para que su pregunta no aumentara su decepción.
Uno a uno fue desprendiéndose de cada pequeño tesoro, que desde niña había aprendido a valorar, para poder ingeniárselas para encontrar algo para aquellos tesoros aún más preciosos que Dios había confiado a su educación. Aun así, resistieron las súplicas de la iglesia, pues no veían que su desgracia fuera la voluntad de Dios, y medio sospechaban que tenía más que ver con la voluntad de un padre mucho menos generoso. Fue una dura batalla que tuvieron que librar durante años; a lo sumo, el éxito del marido no aseguraba más que una mera subsistencia, y los niños siguieron llegando hasta ser trece. Ella asumió su parte con valentía, haciendo esfuerzos casi sobrehumanos para llegar a fin de mes. «Dios sabía lo que era mejor, y al final todo saldría bien si ella cumplía con su deber». Así fue como las horas de medianoche la veían remendando, parcheando, zurciendo; la mañana la encontraba cansada, planeando, esperando.
En las horas solitarias del día, cuando los niños estaban en la escuela y su marido en el trabajo, lloraba, rezaba y anhelaba el descanso que nunca llegaba. Una tras otra, tres tumbas se habían abierto ante ella, y el cielo había recibido a tres queridos por los que el corazón de su madre suspiraba con un amor cada vez más fuerte. Sin embargo, para el mundo ella tenía sus sonrisas, y pocas personas soñaban con la lucha con la que tuvo que lidiar. No era consciente de la sobrecarga que sufría; sólo sabía cuánto más necesitaba de lo que tenía tiempo o fuerzas para llevar a cabo. Pero el descanso llega. La ferocidad de la batalla, la agitación incesante, la lucha interminable, la esperanza aplazada se hicieron demasiado pesadas para sus hombros, y cuando aún era relativamente joven se hundió bajo la carga».
Cuando terminó su recital, se acercó y apartó las ricas colgaduras que cubrían la entrada, y nos encontramos en el apartamento donde dormía esta heroína de la batalla de la vida, custodiada con el mayor cariño ─puedo decir, paciencia─ por aquellos tres que tenían derecho a llamarla por el nombre más dulce que conoce una mujer. El mayor era un joven a punto de llegar a la edad adulta, la siguiente una muchacha no mucho menor que él, y el tercero un muchacho que acababa de entrar en la adolescencia. Con sus vestiduras de una blancura casi inmaculada, parecían ángeles esperando allí, no brillantes y resplandecientes en sus personas, sino con un halo suave y tenue que se desprendía de ellos, suficiente para mostrar que no eran moradores de la Tierra. Había allí otros dos amigos, pero Siamedes me hizo saber que se trataba de ministros que Myhanene había dejado a su cuidado cuando la recibió desde el cuerpo, y la llevó allí.
Los únicos sonidos que rompían el silencio eran los suaves besos que los niños le daban en los labios, las mejillas y la frente, como si estuvieran impacientes por que terminara aquel sueño para poder oír de nuevo su voz. De vez en cuando veía surgir el rubor de la excitación en cada rostro ansioso cuando se daba la vuelta o se movía en el diván, y me di cuenta de que me habían traído aquí para verla despertar. Al cabo de un momento dio un suspiro, se estiró, se volvió y se estiró de nuevo. Los sirvientes retiraron a los niños; Siamedes me dejó y ocupó su lugar junto al diván. Lentamente agitó la mano sobre el rostro de la durmiente, que ahora no podía ver, pero por los movimientos de su cuerpo pensé que su sueño había terminado, o estaba a punto.
Otro estiramiento, un momento de silencio, luego un largo suspiro, seguido de: «¿Dónde estoy?».
«¡Mamá!», gritaron a coro todos los niños, que se abalanzaron sobre ella para abrazarla.
Pero yo estaba fuera. Aquel encuentro era demasiado sagrado como para quedarme a contemplarlo.
Poco después se descorrieron de nuevo las cortinas y la llevaron a echar su primera ojeada al cielo. ¿Qué otra cosa podía parecerle? Fuera lo que hubiese sido antes, ahora era sin duda el cielo para los niños que se aferraban tan estrechamente a ella.
¡Qué hermosa se veía en su fuerza y paz recién encontradas, que la vestían como un manto de dulce reposo, mientras se apoderaba de ella el reconocimiento de que nunca más llegaría a saber de cansancio y debilidad!
Cuando se detuvieron en el borde de la terraza, entre las flores, para que ella observara los alrededores, me sorprendió ver que Myhanene estaba a su lado. Al concentrar mi atención en ella, no me había dado cuenta de que era él quien la sacaba de la habitación. ¿Dónde y cómo había llegado? Cuando me apresuré a salir no estaba allí ─no había entrado desde la terraza─, ¿cómo había llegado? Siamedes se unió a mí en ese momento, y le planteé mi pregunta.
«Myhanene la trajo de la Tierra -respondió- y por lo tanto le correspondía a él ser el primero, después de sus hijos, en darle la bienvenida».
«No tenía ni idea de que estuviera aquí».
«No estaba. Cuando la vi despertarse mandé a buscarlo».
«¿Vive cerca, entonces?».
«Lo cercano y lo lejano sólo existe espiritualmente aquí -respondió-; pero veo que aún no conoces nuestros métodos de comunicación y viaje».
«No.»
«¿Recuerdas -continuó- que cuando estabas en la Coral, Myhanene proyectó un destello de luz cuando quiso hablarte?».
«¡Sí!».
«Tú no entendiste eso, pero tu amigo leyó el mensaje que transmitía y le dio la interpretación. Esos destellos vuelan con la rapidez del pensamiento, y encuentran su destino instantáneamente, y cuando la ocasión lo requiere, tenemos el poder de viajar con igual celeridad; así que ya ves, la oración es contestada mientras aún estamos hablando, y la idea del tiempo y el espacio aniquilada en la ministración espiritual.»
«Entonces, ¿no vais siempre a pie o a caballo?».
«De ninguna manera. Mira, en las visitas que has estado haciendo, tu caminar ha sido por el aire con frecuencia, sólo que aquí eso es tan natural que no lo has notado.»
Cualquier adicional comentario posible fue interrumpido por Myhanene, que nos llamaba para felicitar a nuestra hermana, después de lo cual los niños hicieron una larga explicación sobre quién era Siamedes, y todo lo que él había hecho por ellos mientras esperaban; entonces, suavemente atrayéndola hacia el borde de la terraza, Myhanene la rodeó con su brazo y en un feliz grupo comenzaron su viaje aéreo hacia ese descanso que era la legítima compensación de esa alma una vez oprimida.
Hicimos varias visitas más, con historias de unas vidas contadas para mi instrucción, pero debo contentarme con registrar la última, que llamó de inmediato mi atención por la presencia de un número de brillantes líneas de cabello púrpura que, emanando del cuerpo de la durmiente, atravesaban y salían de la habitación, no sabía a dónde. Mi amigo me informó de que se trataba de cordones de amor que existían a causa del dolor incontrolable de los amigos que quedaban atrás. Explicó que a menudo se experimentan grandes dificultades al tratar con estas atracciones terrestres, y que si los amigos supieran cómo su dolor desenfrenado encuentra una respuesta en aquellos por quienes se lamentan, perturbando y rompiendo su descanso, sería de gran ayuda para remediar el mal del que son involuntariamente causa. Si el durmiente se despierta antes de que la fuerza de estos cordones pueda debilitarse, lo que no sucede con poca frecuencia, el alma es atraída de nuevo a la Tierra, y naturalmente participa de la agonía de sus amigos, y también aumenta al descubrir que el alma es impotente tanto como para dar a conocer su presencia, como para de alguna manera servir al alivio del doliente.
En el caso que nos ocupa, se habían enviado mensajeros continuamente y se había empleado toda la influencia posible para intentar detener el torrente de estos amigos afligidos. Ahora ella estaba despertando y Siamedes pudo ver que lo inevitable debía suceder. Esto me recordó mi conversación con Cushna sobre cruzar las nieblas. Pero él estaba lejos, me había dejado tan pronto como pasamos el puente a nuestra llegada. Mencioné el asunto a Siamedes y me atreví a aventurar la esperanza de que si ella se sentía atraída de vuelta, y alguien la seguía, se me permitiría hacerles compañía.
«Enviaré a buscar a Cushna -respondió-; tal vez él asuma la misión y te lleve con él».
Vi el mensaje de luz volar con su recado, luego su respuesta, y casi inmediatamente Cushna mismo estaba a nuestro lado.
Ahora iba a presenciar un segundo despertar, que podría haber sido tan hermoso y pacífico como el otro; pero, ¡oh, qué diferente!
Lector mío, piensa en estas experiencias mías como quieras, clasifícalas en la categoría de ficción si quieres, pero por amor a Dios, escúchame cuando te pido que te controles cuando lamentes la ausencia de un ser amado que se ha ido. Dios sabe que el llanto de un corazón quebrantado es amargo, pero recuerda, si el primer deber de un seguidor de Cristo es el amor, el segundo es la abnegación. Tu pérdida es la ganancia de ellos, entonces te pido que te alegres, porque grande es su recompensa. Si realmente los amas, calma tu dolor, porque el descarte del cuerpo no ha perturbado el asiento del amor y tu agonía vibra en sus cordones tanto como siempre, y al llegar a ellos donde están, perturba su descanso y pospone su felicidad. Recuerda que mientras están aquí, su alegría está en correspondencia con [cómo sea] tu participación allí [interpreto: amor que ahora pueden experimentar en estos primeros cielos, que nos anime a participar de ello, con alegría, para que ellos se vean capaces de alegrarse en el sitio donde están, sin tener que «ir al pasado», digamos. La frase es: «Remember while here their joy corresponded to your participation therein»]; ¿crees que han cambiado tan inmediatamente que podrían contemplar en éxtasis el rostro del Salvador, perfectamente conscientes de tu agonía, pero indiferentes a ella? Si te afliges por amor, tranquilízate; Si lloras por sentimentalismo y moda, puedes continuar, eso nunca los alcanzará donde están. El amor, el amor puro y desinteresado tiene este poder, y es a esto a lo que ahora apelo. No llorarías si pudieras permanecer un breve momento donde yo he estado y ver las cosas que yo he visto; entonces estarías contento de dejar que los seres amados descansen en paz en el seno de su Dios; y por lo tanto, te suplico, seca tus lágrimas y déjalas reposar hasta que amanezca y tus sombras se hayan ido.
En ese momento no había la menor duda de que el sueño había terminado, y podía ver que con cada nueva señal de consciencia las líneas ejercían una influencia creciente sobre ella. En su duermevela murmuró varios nombres, como si alguien la estuviera llamando, pero estaba demasiado cansada para despertar en ese momento; luego se despertó de mala gana en un estado aturdido, medio irritable; luego, un recuerdo confuso pareció apoderarse de ella. Temblando, se volvió en la dirección en que corrían los cordones, al mismo tiempo que respondía distraídamente: “Ya voy, querido”. Luego se levantó del sofá, los cordones aumentaron momentáneamente su poder sobre ella; al principio se movía lentamente, pero con cada paso aumentaba su fuerza y velocidad; marcas de ansiedad comenzaron a aparecer en su rostro cuando apartó las cortinas y pisó la terraza. Su excitación ahora se volvió intensa, se apresuró hacia adelante, y yo me habría interpuesto para evitar que se arrojara, pero Cushna me retuvo. El amor equivocado la estaba llevando a una agonía como yo nunca soñé entonces; y nadie tenía derecho a usar la fuerza para contenerla. Todo lo que podíamos hacer era seguirla y salvarla. Llegó al borde de la terraza, pero no dudó ni vaciló. Se arrojó y se fue.
Cushna me agarró de la mano y me pidió que cruzara las nieblas en una misión de salvación.
Versión en inglés
CHAPTER XI
THE HOME OF THE ASSYRYIAN
My friend’s remarks threw a shade of depression over my newly-born enthusiasm, and started a review of probabilities in my mind which rendered me indifferent, for the moment, to his attempt to change their theme. But his second endeavour roused me to a consciousness of the panorama which lay before me, and succeeded, for the present at
least, in putting an end to any feeling of gloom.
I have said that my first impression of Marie’s home was that it offered every facility, by its ever-varying employments, for weaning a heart from sorrow; but the idea was only an abstract one, as neither those surroundings nor yet the more beautiful grounds in which I had met Cushna, at the Home of Rest, had, consciously, brought before my mind the question of manual labour in this new life. But the time for this had now come; and a fresh surprise carried my mind and enquiries away in another direction.
We were standing upon the crest of a mountain – one of a chain curving itself around a valley sufficiently picturesque to inspire a poet or artist with a dream of Eden. From between the hills, at the farther end, a silver stream fell in a series of lofty cascades into the plain, which thus divided into almost equal portions, was enhanced in beauty by the crystal presence of the majestic river. One feature here presented particularly attracted my attention, and led me to enquire whether art had not been called to the assistance of Nature to produce the pleasing result. Near the centre of the valley the course of the river was suddenly diverted to the right and left for the purpose of forming an island, perhaps about a mile in extent, which made a splendid platform or foundation for the extensive palace or mansion which was the principal object of attraction.
“You are quite right,” said Cushna, in answer to my enquiries “the stream has been at some time turned aside for the purpose of forming the island.
“But you don’t mean to tell me there is such a thing as manual labour in heaven – is it not a perfect place as far as such things arc concerned?
“To answer your last question first,” he said, “heaven is not, at present, a perfect place. I know such is the earth idea, but it is unscriptural, and has not a shadow of justification in the teaching of Jesus, who told his disciples – ‘I go to prepare a place for you,’ which very truth implies imperfection, because unprepared. On the other hand, this life is one in which ‘every power finds full employ’; the poet is capable of receiving higher inspirations, but of what avail if he may not write them? Did the talents of Raphael, Fra Angelico or Turner only unfold for the momentary span of earth’s uncongenial day? Do you think that the dreams of beauty and grace which are here begat of the genius of Phidias or Michael Angelo are to be condemned to lie imprisoned in the sanctuary of their own conception?
“Where are the mighty architects who built Thebes and Babylon, Jerusalem, Athens and Rome – have such minds no inspirations when they behold the sites, the capabilities and the resources of immortality? Are Handel, Mozart and Beethoven tired of harmony, or have they drained the fount of music dry? One recoils from the thought of what heaven would be without the active employment of such great minds as these.
“Let me ask you also, has not the gardener some ideal to consummate, and shall he be deterred from giving scope to his genius where it may be displayed free from the unpropitious influences against which be had to contend on earth? Music and painting, sculpture and architecture, have had their plodders and toilers, who have lived and died unsuccessful and unappreciated, quite as much as the labourers of the pick and shovel. They loved their art, and heaven’s compensation is to be found in the realisation of their hopes. Yes, my friend, there is room for work here; but what makes all the difference, there is no toil or labour. Our only incentive to work is love, not to earn an existence, but to produce an outward semblance of that which is born within and which prompts and forms the mainspring of our activity.”
I was silent, but my mind grew heavy with the thoughts it carried.
The one object that attracted my attention more than any other was the palace or mansion occupying the island, and which I was informed was the home of the Assyrian, an announcement causing me some amusement at first, as the idea of its being a residence of any kind would have been the last to enter my mind.
My first and instinctive conception of it was a vast floral pyramid built and arranged as a central and finishing effect in a charming valley. The base of the building was, perhaps, more than a quarter of a mile in extent, but the gradual elevation of the ground from the water’s edge gave it the appearance, from the point at which I first beheld it, of its being of considerably greater proportions than it was in reality. It was not until we had crossed one of the picturesque bridges which formed the approach, that I could entirely divest my mind of my original idea, for the presence of the number of people who were visible was quite as consistent with the one explanation as the other. But when ascending from the river my eye began to penetrate the foliage. I could then discern the architectural arrangement by which the pleasing and novel effect was produced. Each storey, of which there were ten, was so constructed as to leave a terrace some thirty feet in width around the whole building; the outer edges being planted with beds of flowers, then shrubs, and finally palms and other trees, whose branches made a stately promenade.
My undivided attention, however, could not be given to the building, for Cushna had already communicated our approach to Siamedes, who came to meet and welcome us as we crossed the bridge We were also objects of curiosity to numbers of others, who, I was informed, were anxious to learn who the newcomer might be, and whether it might be possible I was the bearer of news from friends still on earth. I found that this was one of a number of homes where the souls of those who are wearied in well-doing, and have fought and come off ‘more than conquerors’ might rest awhile, and be ministered to, in order that they might enter upon the joys of heaven with all their energies revived and strengthened, so as to be able to fully appreciate those glories which further awaited them. Here they grew strong, while the vibrations of the conflict pass away; experience the peace of the eternal hush after the storm, enjoy the relief of throwing off the armour, and enter upon the liberty of repose, never again to be broken. I was told that the condition of individuals varies considerably at such times, but that, generally, they are limited in their knowledge of what transpires on earth, and for this reason, watch new arrivals for information.
Siamedes was not attired as I saw him at the Chorale, but had assumed a loosely flowing robe of electric grey, over which alternate blushes of pink and blue seemed to beat like pulse throbs, but he was not the less regal in appearance. The first time I met him he was arrayed in robes of state; now, he was the monarch at home. But oh! what a conception of royalty I formed, as I watched this subsidiary ruler of the King of kings! The diadem he wore was one of service, while the sceptre he swayed radiated an influence, in the presence of which revolt and treachery would have been annihilated; the gems with which it was set excited no greed or avarice, while it was wielded not with a mandate of destruction, but a command to live. The hand of the tyrant or oppressor could not grasp it, neither could the stain of blood ever touch it, for that emblem of rule Divine has come from the hands of God, who had Himself engraved upon it the name of – Love.
As I looked upon him I was involuntarily drawn towards him, when he threw his arms tenderly around me, and we walked forward – I, at least, being perfectly happy and contented. How could I be otherwise? I was beginning to grow accustomed to the great advantages I had inherited in this new life, which was void of any time limit; and as page after page was turned over, I could see how occupations were provided to engage my soul through the long eternities which lay before me. The old visionary and inane heaven had passed away, and in its place had been discovered a rest which would be an employment, a worship which was an unfoldment, an apotheos is only to be reached by the expansion of the divinity, which although unknown had always lain buried within myself.
We sauntered along. Why not? I stood on the shores of the eternal sea, and every step had its myriad of grains, each with its special revelation to make. Every person we met had a different life story to tell, and I had nothing to do but learn. Now, we spoke to one who had but just awoke to understand the change that had taken place, and I could study the same bewilderment in another which I experienced under somewhat similar circumstances. Anon, we watched one, whose probationary rest being over, was looking away in the direction from which the friends were expected, who would escort her to the ‘place prepared’ for her. Every incident had its own peculiar interest and charm, as it discovered the methods of God in dealing with the sons of men on earth, in leading the blind by a way they know not.
“Our conversation with these friends,” I at length remarked to Siamedes, “gives me the impression that you do not hold Chorales here. Is that correct?
“Yes! My visitors are the opposite of those you saw at the home of rest, and need very different ministrations. They were victims who succumbed, against their better nature, to creedal intolerance; they were overpowered while struggling to get free. These are conquerors who, following the teachings and example of Jesus, have worked out their own salvation in spite of creed.”
“Then perhaps you can answer me a question which puzzled me many times in the old life?”.
“I will, if possible,” he replied kindly.
“Which of all the denominations, or religions if you will, contribute the highest percentage of the redeemed?”.
“We recognise but one religion here, that is – Love; and all its disciples have but one denomination – lovers of mankind. No one of all the man-made religions holds a monopoly of this attribute. But earnest and conscientious followers of it may be found in all. Its worship is service to humanity; its litany, noble deeds, its prayers, tears of sympathy; its sermons, simple lives, known and read of all men; its songs are lullabies to soothe the broken-hearted; its faith the immolation of self; and its hope – Heaven. This is the only religion which can write the passports of heaven for the pilgrims of earth. Systems of theology have no more charm for us here than they had on earth; but in every heart there is a latent ideal towards which all mankind is blindly reaching out, a vague and undefined hope to which all the nations are ignorantly aspiring, a settlement of political problems that is only just beyond the reach of statesmen, a method of international arbitration by which peace shall reign on earth; these are all generating in the womb of futurity. And oh! how near that future is; how soon might all be accomplished, if only systematic theology could be cleared away and simple minded souls could raise the true standard of the cross that all the world might see and recognise that every difficulty would be overcome, every problem solved, and every ideal attained in – Jesus.”
We were by this time passing through a magnificent vestibule leading evidently to the courtyard or garden, which I could see in tbe distance. From either side of us ran corridors, out of which apparently innumerable apartments opened; and here, I had a splendid opportunity for noticing the self-luminous atmosphere to which I have before alluded. In the very centre of so vast a vestibule one would naturally expect to find an almost midnight gloom; yet neither here, nor in the corridors adjacent, could there be detected the slightest indication of a shadow. Stair-cases of stately proportions rose at intervals to the terraces above, on all of which, wherever facility offered, were found trees, plants, and flowers, in more than oriental luxuriance, interspersed with statuary and tapestries which baffle all attempts at description.
On reaching the courtyard I at once discovered the reason of its being selected as the starting-point of my inspection of the palace. In the centre stood, or played – I hardly know how to describe it – an unique aqua-botanical marvel which was at once both tree and fountain. From a coral-tinted basin it rose in a huge body of water, some four or five feet in diameter, as if passing through a transparent conduit. At the height of fifteen feet, its branches began to reach out in every direction, each of which was luxuriant with its triple burden of ever-changing leaf, and flower and fruit. I say ever-changing, because no sooner had leaf, or flower or fruit reached full development than by some mysterious power it was severed from the tree, as though gathered by unseen hands, and carried into one or other of the multitude of apartments which completely surrounded us. It was an object lesson in the process of nature, the mighty forces of which were visibly operating before my eyes. I gazed upon the sight in amazement, almost awe, and at the same time marvelled to what use the products of this wonderful tree were applied.
As if to answer me, Siamedes stooped and gathered two or three of the leaves which had fallen at our feet; in colour they were of a pale, bright, almost emerald green, while to the touch they were soft and velvety. When I had thoroughly examined them, my companion closed his hand upon them, and as they were pressed I was conscious of a very soft and delicate odour, producing a marked and exhilarating effect upon me. Then he opened his hand, upon which there was left just a trace of moisture but no sign of the leaves remained. A smile passed across his features as he beheld my astonishment, and he proceeded to explain this singular phenomenon.
“This,” said he, “is the tree, and also the water of life, so necessary to restore the weary and recuperate the exhaustion of those who come here to rest. It forms a method of re-invigoration which is the equivalent of the Chorale. The stream which supplies and energises this tree, as also many other in similar homes, is the strongest and richest of which we have any idea; we are told it takes its rise in the vicinity of the throne of God, for it never varies in the constancy of its flow. To us who know it best and watch its workings, the most marvellous quality it possesses is its remarkable adaptation to the particular requirements of every case to which it ministers. It leaves nothing for us to do but watch and wait while it works a complete restoration. When its cooling spray falls into the eyes, the foundations of the fountain of tears are completely wiped away; it lingers upon the care-worn brow until every furrow has disappeared; it drops its seed within the broken heart, then laves it with melody until the song of victory has bloomed. But come and see some of the friends who are lying beneath the benediction of its waters till they recover from the effects of earth’s ‘fitful fever.’”
I shall not attempt to describe the apartments in which these weary children of earth were sleeping the shadows away. If words would serve me for the purpose, no mind imprisoned in the limitations of mortality has power to grasp it. Let it suffice to say that love had contributed the handiwork of its devotion; affection had lavished its choicest treasures ; the gems of ease from every land had been improved upon; sympathy and skill had exhausted their store-houses, until the Great Designer of the heavens had made that resting-place for His children touch the standard of His own desire, and then pronounced it good.
On reaching the second terrace Siamedes stopped as we neared the entrance to one apartment, in order to explain to me the circumstances of the case. Here was lying a mother whose awakening was being watched for by three of her children. She was the daughter of an ignorant but extremely orthodox tradesman, who had inherited his religion as a kind of heirloom. She married a man who had been set apart by his family for the pulpit, but he himself was too conscientious to preach what to him was but half the truth, and in spite of the urgent persuasions of both sides, persisted in following his trade as a printer. With the advent of family responsibilities his newly-born parental feelings still further widened the gulf between himself and orthodoxy, and he gave up the last idea of becoming a preacher. His wife was fearful, but her love was real. Whispers of his state of mind began to be heard in the church, and for the sake of others he was requested to resign. His wife went with him. Then the man’s disappointed parents, seeing their hopes fast drifting into oblivion, laid their heads together to try and restore the wandering sheep, and after much prayer they came to the conclusion that God had ordained a little trial as a means of securing the backslider’s return. They thereupon visited his employer, and by a few slanderous suggestions secured his dismissal. Nine months of gradually increasing privation followed, in which the three children were augmented by a fourth, but the righteous parents dare not help them to resist the chastisements of God by affording any relief. But the wife never allowed the fire of her love to go down; no murmur was ever breathed from her lips; no anxious inquiry if he had succeeded, when his weary footsteps sounded on her ears like music at night, lest her asking should increase his disappointment.
One by one she parted with every little treasure, which from her girlhood she had learned to prize, that she might contrive to find something for those still more precious treasures God had entrusted to her training. Still they withstood the entreaties of the church for they failed to see that their misfortune was the will of God, and half-suspected it had more to do with the will of a much less generous parent. It was a heavy battle they had to fight for years; at most the husband’s success secured but a bare existence, and the children continued to come until thirteen had called her mother. Bravely she bore her part, putting forth almost superhuman endeavours to make both ends meet. ‘God knew what was best, and in the end all would come right if she did but do her duty.’ So it was that the midnight hours saw her mending, patching, darning ; morning found her weary, planning, hoping.
In the lonely hours of the day, when the children were at school and her husband at his work, she was weeping, praying, and longing for the rest which never came. One by one three graves had been opened before her, and heaven received three darlings over whom her mother’s heart yearned with an everstrengthening love. Yet for the world she had her smiles, and few people ever dreamed of the struggle with which she had to contend. She was not conscious of how she was over-taxing herself; she only knew how much more was needed than she had time or strength to accomplish. But rest comes at length. The fierceness of the battle, the ceaseless turmoil, the unending strife, the hope deferred grew too heavy for her shoulders, and while yet comparatively young she sank beneath the load.
As he finished his recital, he approached and drew aside the rich hangings which fell across the entrance, and we stood within the apartment where this heroine from life’s battle slept, watched over most lovingly – can I say, patiently – by those three who had a right to call her by that sweetest name a woman knows. The eldest was a youth just short of manhood, the next a girl not much his junior, and the third a lad just entering on his teens. In their robes of almost untinted whiteness, they looked like angels waiting there, not bright and brilliant in their persons, but with a soft and subdued halo breaking from them, enough to show they were no denizens of earth. Two other friends were there besides, but Siamedes made me to know that these were ministers whom Myhanene had left in attendance, when he received her from the body and brought her there.
The only sounds which broke the silence were the soft kisses the children pressed upon her lips, and cheeks, and forehead, as though they were impatient for that sleep to end that they might hear her voice again. Ever and anon I saw the flush of excitment rise on each eager face as she turned or moved upon her couch, and I discerned that I had been brought here to see her wake. Presently she breathed a sigh, stretched, turned, then stretched again. The attendants gently drew the children away; Siamedes left me, and took his place beside the couch. Slowly he waved his hand over the sleeper’s face, which now I could not see, but from the movements of her body I thought her sleep was nearly, if not quite, at an end.
Another stretch, a quiet moment, then a long-drawn sigh, followed by: “O h de-ar; why – where am I?”.
“Mother!”cried all the children in chorus, as they bounded forward to embrace her.
But I was outside. That meeting was too sacred for me to stand and gaze upon.
Shortly afterwards the curtains were again drawn aside, and she was led forth to take her first glimpse of – shall I say, heaven? What else could it have seemed to her? Whatever it had previously been, it was undoubtedly heaven now to the children who clung so closely around her.
How beautiful she looked in her newly-found strength and peace, which clothed her like a robe of sweet repose, and the consciousness breaking upon her that she could never know weariness and weakness again!
As they stood upon the edge of the terrace among the flowers, for her to take a survey of the surroundings, I was surprised to find that Myhanene was at her side. In the concentration of my attention upon her, I had not noticed that it was he who led her from the room. Where and how had he come? When I hurried out he was not there – he had not entered since from the terrace – how had he come? Siamedes joined me at this moment, and I referred my query to him.
“Myhanene brought her from earth,” he replied; “and therefore it was for him to be the first, after her children, to welcome her.”
“I had no idea that he was here.”
“He was not. When I saw her waking I sent for him.”
“Does he live near, then?”
“Near and distant only exists spiritually here” he replied. But I see you are not yet acquainted with our methods of communication and travel.”
“No.”
“You remember,” he continued, “when you were at the Chorale, Myhanene projected a flash of light when he wished to speak to you?”
“Yes!”
“You did not understand that, but your friend read the message it conveyed and gave the interpretation. Those flashes fly with the rapidity of thought, and find their destination instantly, and when occasion demands, we have the power to travel with equal celerity; so you see, prayer is answered while we are yet speaking, and the idea of time and space annihilated in spiritual ministration.”
“Then you do not always walk or ride?”
“By no means! Why, in the visits you have been making, your passage has been through the air frequently, only it comes so natural here that you have not noticed it.”
Any further conversation was interrupted by Myhanene calling us to congratulate our sister, after which the children made a long explanation as to who Siamedes was, and all he had done for them while they were waiting; then gently drawing her towards the edge of the terrace, Myhanene threw his arm around her and in one happy group they commenced their aerial journey towards that rest which was the legitimate compensation of that once oppressed soul.
Several other visits were paid and the stories of their lives recounted for my instruction, but I must content myself with recording the last, which at once arrested my attention by the presence of a number of bright purple hair-lines which, emanating from the body of the sleeper, passed across and out of the room, I knew not whither. My friend informed me that these were love-cords which existed by reason of the uncontrollable grief of the friends left behind. Great difficulty, he explained, is frequently experienced in dealing with these earth attractions, and if friends could only know how their unrestrained grief finds a response in those they mourn – disturbing and breaking their rest – it would do much to remedy the wrong they are thus unintentionally the cause of. Should the sleeper awake before the force of these cords can be weakened, which not unfrequently happens, the soul is drawn back again to earth, and naturally participates in the agony of its friends, which is also increased by the discovery that it is both powerless to make its presence known, or in any way minister to the relief of the mourner.
In the case before us, messengers had been continually dispatched, and every available influence employed to try and stem the torrent of these sorrowing friends. Now she was waking, and Siamedes could see that the inevitable must come. This reminded me of my conversation with Cushna about crossing the mists. But he was away, having left me as soon as we passed the bridge on our arrival. I mentioned the matter to Siamedes and dared to venture the hope, that if she was drawn back, and anyone followed her, I might be allowed to bear them company.
“I will send for Cushna,” he answered; “perhaps he will undertake the mission, and take you with him.”
I saw the message of light fly upon its errand, then its response, and almost immediately Cushna himself was beside us.
I was now to witness a second awakening, which might have been as beautiful and peaceful as the other; but, oh, how different!
My reader, think of these experiences of mine as you may – class them in the category of fiction if you choose – but for mercy’s sake hear me as I plead for self-restraint when you mourn the absence of a loved one called away. God knows the cry of a broken heart is bitter, but remember, if the first duty of a follower of Christ is love, the second is self-abnegation. Your loss is their gain, then I ask you rather to rejoice, for great is their reward. If you really love them, calm your grief, for the discarding of the body has not disturbed the seat of love and your agony vibrates on its chords as much as ever, and reaching them where they are, it disturbs their rest and postpones their happiness. Remember while here their joy corresponded to your participation therein; do you think they are so immediately changed that they could gaze in rapture upon the Saviour’s face, perfectly conscious of, yet indifferent to, your agony? If you grieve for love’s sake, calm yourself; if you weep for sentiment and fashion, you may continue – that will never reach them where they are. Love, pure, unselfish love has this power, and it is to this I now appeal. You would not weep if you could stand for one brief moment where I have stood, and see the things which I have seen ; you would then be content to let the loved ones rest in peace upon the bosom of their God; and therefore I appeal to you, dry up your tears and let them rest until your morning breaks, and your shadows have flown away.
By this time there was not the slightest doubt about the sleep being at an end, and I could see that with every fresh sign of consciousness the lines exerted an increased influence upon her. In her half-sleep she murmured several names as though she was being called but was too weary to rouse up at present; then she reluctantly woke into a dazed, half-petulant state; next a hazy recollection seemed to seize her. Shuddering, she turned in the direction in which the lines were running, at the same time vacantly responding -“I’m coming, dear.” Then she rose from the couch, the cords momentarily increasing their power over her; slowly she moved at first, but every step augmented her strength and speed; anxious marks began to show upon her face as she drew the hangings aside and stepped upon the terrace. Her excitement now grew intense, she hurried forward, and I would have interposed to save her from throwing herself over, but Cushna held me back. Mistaken love was carrying her to such an agony as I little dreamed of then; and no one had any right to use force to restrain her. All we could do was to follow and save. She reached the edge of the terrace but did not hesitate or waver. She threw herself over and was gone.
Cushna grasped my hand, and bade me come across the mists upon a mission of salvation.