A través de las nieblas | Capítulo 15: La ciudad de la compensación

Índice
─ Introducción
─ Notas al capítulo
─ Versión en español

─ Versión en inglés

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Introducción

Este texto es introducido en esta página (y es enlazado en ella):
Página-guía B.9:
unplandivino.net/transicion/

Está en el apartado de esa página dedicado a Robert J. Lees (buscar «Robert» en esa página).

Para los audios:
En esa misma página estarán enlazados y ordenados. El audio de este capítulo ya está allí enlazado. Y, como en otros audios, hice un comentario al final del audio, tras la lectura del texto. En el comentario vemos algunas ideas importantes y a veces aclaramos algunas cosas.

Reuniré todos los textos de este primer libro de R. J. Lees (A través de las nieblas) cuando vaya terminando de hacer esta «primera» versión de la traducción (que hago con ayuda de deepl y google) ─»primera» versión en el sentido de «para mi web»─.

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Notas al capítulo

(Abajo van notas que refieren en parte a lo tratado en la conversación sobre el capítulo de María Magdalena y Jesús (2013):
20140408 Through The Mists – With Mary & Jesus – Chapter 15
https://www.youtube.com/watch?v=jpEaU1r8_To )

─ Este capítulo nos lleva a vivir el intenso momento en que Fred toca el punto de recuerdo donde reconoce su vida en el estado de sueño, desde el mundo espiritual ─ahora que ya no tiene cuerpo físico y ya no «duerme»─.
─ Fred se encuentra con uno de los viejos amigos del estado de sueño, que vio recientemente, claro, y es negro. Debido a la opresión sufrida por los negros, muchos blancos están en realidad en peor condición álmica. Fred aprendió esta igualdad en estado de sueño, y la aplicó, ayudando a diversos tipos de personas mientras estaba en la Tierra.
─ Como en la Tierra vemos una vida infeliz como algo normal, no entendemos como posible el cambio.
─ La humanidad, como un todo, no está dispuesta a hacer duelo, no queremos hacer el duelo por los efectos de nuestra propia creación, y a resultas de eso, a menudo nos aferramos de manera furiosa a aquello que ahora vemos como real, y como realista; el problema es que representamos esta rabia que reprimimos, y que estamos usando para reprimir la pena que hay dentro. Y el problema con eso es que así nunca vamos a notar lo que es real, a menos que hagamos ese proceso del duelo. Por eso terminamos experimentando el resultado (más o menos catastróficos a nivel individual o colectivo) que deriva de nuestra condición, y que detonará nuestro duelo. No podemos continuar haciendo cosas desastrosas unos a otros sin darnos cuenta en algún momento que necesitamos llorar mucho eso y superarlo.
─ Todos los ciegos ─invidentes─ ven en el estado de sueño.
─ Si hay deformaciones genéticas o accidentes, esas cosas no están presentes en el cuerpo espíritu en el estado de sueño. Pero muchas de nuestras deformidades dependen de las acciones que realizamos en desarmonía con el amor (que forman parte de nuestra condición álmica), y las conservamos en el cuerpo-espíritu.
─ A menudo sucede que una persona que parezca estar bastante bien en el cuerpo físico, sin embargo tiene deformidades en el cuerpo espíritu.

─ En el capítulo nos dan advertencias  y ánimo (ánimos en torno a los beneficios que conseguimos, para siempre, si tomamos decisiones buenas en la Tierra… y el beneficio de no permitirnos el desencanto, la desilusión).

─ Fred tenía pocos amigos auténticos en la vida de vigilia, pero su persistencia moral le hizo ganar buenas amistades en el estado de sueño, lo cual vemos en este capítulo.

Versión en español
CAPÍTULO XV
LA CIUDAD DE LA COMPENSACIÓN

Durante nuestra conversación habíamos estado paseando por un hermoso valle situado entre las nieblas y aquellas laderas en las que me encontré a mi llegada. Mientras escuchaba las revelaciones que mi compañero me iba haciendo, muchos y variados fueron los pensamientos que pasaron por mi mente. Uno de ellos me impresionó profundamente, y merece un lugar en este relato por la influencia que ejerció. Era más o menos así:

En la Tierra, cuando un delincuente es arrancado por la ley de su hogar y de sus amigos para pagar la pena exigida por su delito, el hombre -con todos sus defectos e ideas injustas- ha dispuesto que el convicto sea visitado a intervalos determinados por sus amigos, además de que se le permite tener correspondencia. Sé que las visitas no son frecuentes, y que la correspondencia está restringida, pero la disposición está hecha; ¿y es posible que el hombre frágil y falible pueda ser más misericordioso que Dios? ¿Puede Dios inspirar de algún modo un acto de humanidad que Él mismo no estuviera dispuesto a realizar? ¿Puede la criatura, bajo cualquier circunstancia, manifestar un grado mayor de caridad que el Creador? El pensamiento vibró en mi mente sólo por un instante ─haberle dado cabida habría deshonrado al Amor Infinito─, pero permaneció el tiempo suficiente para cumplir su misión, pues al marcharse se llevó la última sombra de duda. Desde aquel momento quedé convencido de que el sueño es el lugar donde las almas separadas pueden reencontrarse.

A cierta distancia, a nuestra derecha, se extendía una hermosa zona boscosa hacia la cual se dirigían la mayoría de nuestros visitantes en su sueño. Volviendo nuestros pasos en la misma dirección, pronto descubrí que detrás de aquella pantalla natural se escondía una aglomeración más populosa que las que había conocido hasta entonces en mi nueva vida. Además, había algo que me resultaba tan medio-familiar, en el entorno, que me hizo mirar más de una vez a mi alrededor para cerciorarme de dónde me encontraba en realidad.

Sabía que nunca antes había visitado aquel lugar y, sin embargo, nada me resultaba extraño o inesperado ─una experiencia, esta, que es totalmente la opuesta a cualquier otra que hubiera disfrutado hasta entonces─. De vez en cuando me paraba a admirar rincones encantadores y parajes rústicos que parecía conocer a fondo, o me dirigía y devolvía felicitaciones a los transeúntes con la prontitud de una intimidad de toda la vida, pero era imposible recordar cuándo o dónde nos habíamos encontrado antes. Sin embargo, pronto resolví la dificultad para mi propia satisfacción.

Toda la confusión mental se debía a la multitud de escenas por las que había pasado tan apresuradamente, y a los variados temas que se habían agolpado en mi mente sin posibilidad alguna de digerirlos tranquilamente. Esta, sin duda, era la causa de la confusión que mezclaba tan inextricablemente las dos vidas y, sin embargo, dejaba a ambas igualmente familiares.

Varias veces me volví hacia mi compañero, con la esperanza de que me ayudara a salir de mi dilema, pero al ver que estaba enfrascado en uno de sus serios estudios, me abstuve de molestarle y seguí caminando en silencio.

Justo antes de llegar a los árboles, nos alejamos por impulso mutuo de las zonas más frecuentadas para adentrarnos en un lugar apartado que, de algún modo, sabía yo, nos conduciría a la vista más pintoresca de la ciudad que teníamos ante nosotros. Yo guié el camino; no tenía ya necesidad de un guía, puesto que cada paso me resultaba más misteriosamente familiar. Bajé a la pequeña y encantadora cañada, crucé el puente cubierto de rosas que atravesaba el riachuelo, donde tuve que detenerme un momento para escuchar la música aflautada de la cascada plateada; luego volví a subir por la orilla revestida de flores hacia el peñasco cubierto de musgo que se erguía directamente en mi campo de visión. No importaba, pronto lo había rodeado y…

No hubo entonces necesidad de preguntar: de pie junto a aquella roca toqué el punto de recuerdo al que Cushna se había referido antes; a lo largo de aquel paseo la preparación había continuado, y en un relámpago la clara memoria de mi vida de sueño me había sido devuelta. A mi alrededor había escenas que me eran muy queridas desde la infancia. ¡Oh, aquel único momento, qué explicación logró para la mitad de los misterios de mi vida! Cuántas veces me había despertado de mi sueño con una sorda sensación de haber olvidado algo, por cuya pérdida mi corazón se sentía apesadumbrado, pero mi memoria era impotente para recordarlo; había suspirado por renovar alguna dulce compañía que había formado en los «caprichos de un sueño»; me sentía seguro de que alguien, en alguna parte, comprendía mis deseos y fomentaba mis «caprichos insensatos», pero ¿dónde y quién era? Alguna influencia desconocida siempre estaba operando sobre mí para «hacer esto» o «ir allí». Mis amigos me miraban con lástima, considerándome víctima de extrañas fantasías de las que no tenía poder para desprenderme.

Frecuentemente, cuando visitaba a los pobres, me encontraba con el rostro de algún enfermo que me resultaba muy familiar, aunque sabía que no lo había visto antes en la Tierra. La vida había abundado en ese tipo de misterios que, en mi soledad, había tratado en vano de sondear. Sabía que en algún lejano patio un hombre yacía enfermo y hambriento, pero cómo me había dado cuenta de ello, nunca podría decirlo. Era consciente de que si caminaba por una calle determinada a una hora determinada me encontraría con tal o cual persona, cuya existencia ignoraba aparte de por mis «extrañas fantasías», pero iría a su encuentro; no había necesidad de contar sus historias: las conocía. Cumplía mi misión y seguía adelante.

Mil impulsos, tan extraños como estos, habían sido la ruina de mi vida en la estimación de mis amigos, mientras que el hecho de desarrollarlos y satisfacerlos había despertado considerablemente los temores piadosos de mi familia, había activado la perspicacia profesional de varios médicos, y había sido el tema de serias conversaciones y muchas oraciones de clérigos devotos; pero todo fue en vano, el efecto combinado fue el de aumentar en lugar de disminuir la dolencia. Se me acusaba de falta de afecto natural, que no me dejaba llevar por la razón, que despreciaba las cosas de sentido común de la vida, y vista la ansiedad de mis amigos por protegerme de mí mismo, siempre fue un misterio cómo es que me escapé de la condena a un manicomio. ¿Era feliz? No. Dos dificultades siempre presentes me lo impedían. El sufrimiento innecesario y la inanición de mis compañeros, y un insaciable anhelo de algo o de alguien que nunca pude definir, un anhelo del alma que no sabía cómo satisfacer, un hambre de alguna simpatía desconocida que no sabía dónde buscar.

Pero una gran parte -quizá todo- el misterio había sido finalmente resuelto, la clave había sido encontrada, y en adelante el enigma de la vida sería fácil de leer. ¿Fue una lágrima de gratitud lo que oscureció mis ojos cuando me di cuenta? Tal vez, porque hay una alegría que sólo puede expresarse adecuadamente con el lenguaje de las lágrimas.

«Cushna, amigo mío -grité en mi éxtasis- ahora lo sé todo; pero ninguna de las revelaciones que me has hecho puede compararse con esta».

«¿Por qué? ¿Quieres decir que conoces este lugar?».

«¡Conocerlo! Ahora estoy verdaderamente en casa. Mi vida en la Tierra no era real; eso era sueño ─un sueño en el que sin descanso soñaba con esto─. Ahora estoy despierto. Lo sé. A partir de ahora tengo que disfrutar de la plenitud de la vida en una condición en la que la solución sigue al misterio tan naturalmente como el fruto viene tras la flor.»

«Ahora puedes comprender todo lo que hemos estado hablando respecto a la vida dual».

«Puedo -respondí- ¿pero cómo es que no lo recordé ni siquiera después de mi muerte?».

«Porque se te ha impedido cuidadosamente tocar el punto del recuerdo hasta el momento más oportuno».

«El lugar me parecía extrañamente familiar a medida que avanzábamos -dije-; estuve a punto de preguntarte la causa varias veces, sólo que estabas pensando».

«¡Sí! No quería dar explicaciones. Era mucho mejor que lo aprendieras como lo has hecho; y ahora que te sientes como en casa, podrás prescindir de mis servicios».

«No me agrada en absoluto la idea de perderte», repliqué.

«No lo harás; te veré pronto. Mientras tanto tienes aquí muchos amigos a los que desearás ver, y cualquiera de ellos podrá darte las explicaciones que desees».

Se había ido, pero yo no estaba solo. ¿Cómo es que podía encontrarme en medio de tales escenas que me evocaban una multitud de experiencias que hasta entonces habían permanecido enterradas inconscientemente en mi mente?

¿Quién es capaz de comprender la mente? Qué historias, revelaciones y posibilidades inimaginables yacen almacenadas en su vasto abismo, en el que el intelecto no puede encontrar luz que le ayude a penetrar. Considera sólo los corredores de la memoria, y ¿quién puede estimar qué invaluables tablillas del pasado están esperando nuestro descubrimiento? ¿Existen acaso registros del ser, de los eones, de las épocas, que se extienden hacia atrás y hacia atrás, hasta que finalmente cada alma individual puede leer su genealogía y trazar cada paso en su peregrinaje aventurero desde Dios? ¿Quién puede saberlo? Pero ¿quién puede dudar de que la mente guarda secretos que la carne voluble nunca podría guardar? ─secretos que son demasiado infinitos para susurrarlos al oído de la mortalidad; su pesada relevancia, vibrando en el aparato sensorial, lo destrozaría y lo dejaría sordo a cualquier otro sonido. ¡La Tierra comprende la mente del hombre! Pero en comparación, apenas ha sido capaz de comprender la idea de su concepción. Pero en las tranquilas horas del sueño, ese sutil embrión se escabulle al Paraíso, donde su generación continúa dentro del vientre del amor, hasta que llega la plenitud de su tiempo; entonces el alma es llamada y en el parto de la muerte hereda las posesiones de un yo más grande: la memoria de otra vida, el conocimiento de poderes inesperados. ¿Cómo puede verse toda la belleza de la planta y la flor cuando la semilla acaba de ser descubierta? ¿Cómo conocer el oratorio cuando acaba de empezar la obertura? ¿Cómo podemos pintar el verano cuando sólo hemos sentido la escarcha? Tampoco podemos nosotros, que sólo hemos observado el aleteo de las alas de la mente contra la jaula de la Tierra, describir la majestuosidad de su vuelo en la favorable y placentera atmósfera del cielo.

Mis meditaciones se vieron interrumpidas bruscamente por el sonido de una voz muy conocida detrás de mí:

«¡Hola, señó’ Fred! Así que por fin estás aquí». [El modo de hablar de esta persona negra que acaba de hablar, y que se encuentra aquí con Fred ─un viejo amigo del estado de sueño─ es como más coloquial, como contraído y flexible, creo que norteamericano, y no va a quedar reflejado en lo que vemos aquí en español]

«Sí, Jemmy, aquí, al fin.»

«Tenía idea de que no vendrías por este camino por un tiempo. ¿No es hermoso? ¿Has estado en las montañas?».

«Apenas sé dónde he estado, Jemmy, he visto tanto.»

«¿Has visto a algún conocido?».

«Aquí no; pero acabo de descubrir que conozco el lugar. Cushna nunca me lo dijo; me dejó descubrirlo por mí mismo».

«Así es él; no deja de sorprenderte todo el tiempo»

«Esa ha sido mi experiencia -respondí- desde que llegué».

«No se preocupe, señor Fred, pronto vas a ver a alguien, y pronto nos veremos, cuando vaya a buscarle».

Aquel viejo y querido amigo se marchó para comunicarme la noticia de mi llegada, y me dejó con los agradables recuerdos de aquella compañía. No puedo intentar relatar la multitud de incidentes que se agolpaban en torno a mí, en relación con él, pero mencionaré una lección que me enseñó y que, creo, debe de haber ejercido una influencia inconsciente sobre mí en la vida inferior. Surgió cuando expresé mi sorpresa de que los negros conservaran su color en esta vida. El querido y buen hombre me contestó que todo era obra de la bondad del Señor, que en el cielo hubiera gente de todos los colores, así como de todos los climas y linajes; y luego prosiguió: había mucha gente que odiaba a los negros y pensaba que no debían ser tratados igual que los blancos, que no irían a la escuela ni a la iglesia con ellos, que no comerían con ellos ni se mezclarían con ellos de ninguna manera, pero cuando llegaran al cielo descubrirían que los negros eran tan buenos a los ojos del Señor como los blancos, y entonces tendrían que mezclarse con ellos.

Nunca olvidaré su regocijo cuando se preguntaba qué harían los blancos si tuvieran que subir la escalera de oro junto a los negros, porque hay una procesión larguísima de «negritos», y no paran de subir. Por otra parte -continuó, más serio-, habría sido sumamente duro para el negro que el Señor le hubiera cambiado el color, porque todo el mundo se habría reído de él y le habría dicho: «Te lo dije», y eso le habría sentado fatal. Pero el Señor no lo quiso así, y por eso dejó a todos con su color natural hasta que reinó el amor, y nadie pensó en el color de la piel del otro.

Pensé que había todo un volumen de verdad en su sencilla filosofía, que los hombres más sabios harían bien en considerar.

Aquella frase familiar del esclavo de antaño, que parecía acudir a sus labios como la respuesta natural a toda perplejidad -«Todo es obra de la bondad del Señor»-, apartó mis pensamientos acerca de este individuo para llevarlos a la ciudad que tenía ante mí, tan llena de recuerdos recién encontrados y que, por experiencia propia, había aprendido a llamar la Ciudad de la Compensación, debido a que poseía más rasgos de ese carácter que cualquier otra que pudiera recordar. En mi antigua vida, me había visto con frecuencia al borde del ateísmo, por un intento infructuoso de reconciliar las incongruencias de la vida con la idea de un Dios justo y misericordioso. ¿Por qué el hombre que había nacido ciego debía soportar la ignominia de mendigar el pan de cada día, junto con las ciento y una penurias que acompañan a la pobreza, mientras que el hombre que yacía en el regazo de la indolencia y el lujo debía poseer todas las bendiciones físicas que la naturaleza podía concederle? ¿Por qué ley sucede que genio y necesidad se atraen tanto, mientras que la incompetencia intelectual y la riqueza van de la mano? ¿Dónde estaba la justicia en una vida de dolor vicario, que tenía su origen en el pecado de otro? ¿Acaso era pura la rectitud que arrojaba su influencia del lado del tirano y del opresor, mientras que el santo honesto quedaba sin señal ni respuesta a su clamor? [Mere was the righteousness which threw its influence on the side of the tyrant and oppressor, while the honest saint was left without sign or answer to his cry?]

Yo no era, ni mucho menos, el único que se había quedado perplejo ante tales preguntas, pero desde mi nueva posición podía interpretar estos problemas desde otra perspectiva mejor. La Tierra no es tanto el Omega como el Alfa de la vida; de hecho, no es todo, sino sólo parte de lo primero [del Alfa]. Es su ignorancia y una falsa estimación de la Tierra lo que hace que el hombre conceda un valor indebido a su condición. Las cosas asumían un aspecto muy diferente en las explicaciones que mi memoria me daba en mi estado más reciente. Recuerdo cómo había visto al ciego entrar en aquella ciudad mientras su cuerpo disfrutaba del sueño, y cómo de un vistazo supe que no era ciego; el defecto estaba en el instrumento por medio del cual operaba. Sólo en el lado mortal, transitorio, existe la penumbra; en el inmortal su visión no está nublada; por eso sus horas de oscuridad corresponden tan solo al sueño de otro. Puede que su memoria no sea lo bastante fuerte para llevar de vuelta a la Tierra la consciencia de lo que ha pasado, pero ¿quién dirá que la resignación de estos hijos de las tinieblas no se deba a los ecos de su vida de sueño, que aún reverberan en sus horas de vigilia?

En esta ciudad los oídos de los sordos se destapan, las lenguas de los mudos se sueltan, los mutilados saltan, los idiotas comprenden, los paralíticos olvidan su enfermedad, y los postrados en cama sienten que sus fuerzas vuelven; tales son algunas de las bondades del Señor para con los desgraciados de la Tierra durante sus horas de sueño; ¿acaso no la llamo yo con razón una ciudad de compensación?

Estos son recuerdos de gratitud y esperanza; pero hay otros de importancia aún mayor, que por las advertencias que transmiten, no me atrevo a pasar por alto en mi mensaje a través de las nieblas. A menudo he sido testigo en esta ciudad de cómo una madre suplicaba a su hijo que mantuviera la promesa aún incumplida que fue sellada con el beso de la muerte, pero que desde entonces ha sido olvidada o ignorada; he visto la máscara de la amistad arrancada del rostro de la hipocresía; he oído la lengua mentirosa condenada por sus propias palabras; he visto al intrigante vil expuesto ante su víctima; he oído los consejos anhelantes de amor a los hijos descarriados; he presenciado la simpatía y el afecto prodigados al desdichado y al pródigo, y he escuchado las garantías de la presencia de los seres amados -no vistos ni oídos- en la hora de la prueba y la tentación. He visto la comunión continua de las almas, que el frío de la muerte no tuvo poder para romper; y la reunión de amigos, que, en su desesperación, habían imaginado vanamente que nunca volverían a mirarse a la cara.

Oh, vosotros de la Tierra, que recibisteis de labios de algún ser querido, la confianza o la comisión para cuya ejecución ellos no podían permanecer aquí, os pido que recordéis cuán sagradamente prometisteis cumplir esas promesas de despedida que desde entonces habéis descuidado, tal como habéis olvidado el cuerpo que se desmorona en aquella tumba. No es tu padre, ni tu madre, ni tu amigo, lo que yace allí; ¡no están muertos! No se han ido. En los silenciosos corredores del sueño, sigues encontrándote con ellos noche tras noche. Conocen tu perfidia, y que tu palabra está rota; una y otra vez te han suplicado encarecidamente, mientras que con la misma frecuencia se ha repetido tu promesa, hasta que no uno, sino cien juramentos rotos están registrados contra ti en las tablas de tu alma. Permanece en quietud por un momento, y sentirás el peso de estos votos no escuchados sobre tu conciencia, hasta que su pequeña voz clame en agonía, pidiéndote que mantengas tu palabra. ¿Por qué no haces caso? No es ahora un asunto que quede sólo entre tú y tu amigo; él ha sido llamado al santuario interior de Dios, quien ahora defenderá Él mismo a su santo, y exigirá la retribución de tu engaño.

Cuando la hora de la mañana te llama de nuevo a la Tierra, ¿con qué frecuencia siguen resonando en tus oídos los ecos de tu última promesa? Levantaros y sostener vuestro pacto en espíritu y en letra antes de que el peso de vuestro perjurio se haga demasiado pesado para que lo soporte vuestra alma. Y vosotros, los que lloráis, ¡alzad la vista! Callad la voz de vuestro llanto y secad vuestros ojos humedecidos. Los seres queridos no se han ido; sus besos aún perduran frescos en vuestros labios. Esos tonos tiernos, como esas corazonadas que se van de la imaginación, que se apoderan de ti cuando abres los ojos por primera vez, no son todo ilusiones; tus seres queridos han estado contigo. Tú les llevaste anoche noticias de tu hogar de abajo, y ellos te han hablado del suyo de arriba. ¿No sientes aún la presión de sus abrazos a tu alrededor ─y que esperan que mantengas tu cita esta noche─? ¡Oh, no! No están perdidos; pero Jesús los amaba tanto, que los atrajo un poco más cerca de Sí, donde pudieran descansar en paz

«Más allá del dolor del corazón y de la fiebre».

Su exaltación no ha terminado, sólo han cambiado las horas de su comunión de las inciertas estaciones del día de la Tierra, a las tranquilas y pacíficas horas de la noche. Piénsalo un momento: ¿No eres consciente de cuánto se ha fortalecido su amor por ti? Así, también, la atmósfera de sus vidas actuales ha producido un resultado similar en ti; y esto, alimentado y continuado, te elevará, y acercándote con ellos a Dios, te llevará finalmente donde ellos están. Ellos son aún más tuyos en esta comunión, más santa aún de lo que nunca antes conociste; pero han sido honrados, en su elección, hacia esa hueste que Cristo emplea como «espíritus ministradores, enviados para ministrar a los que serán herederos de la salvación«». [interpreto: honrados ─ellos, los seres queridos ya fallecidos─ para tener los mensajeros espíritus como acompañantes…]

Versión en inglés
CHAPTER XV
THE CITY OF COMPENSATION

During our conversation we had been walking in a beautiful valley lying between the mists and the slopes upon which I found myself on my arrival. As I did so, listening to the revela￾tions my companion was unfolding for my benefit, many and varied were the thoughts that flashed through my mind. One of these made a deep impression upon me, and deserves a place in this record on account of the influence it exerted. It ran something in this way:

On earth, when a felon is torn by the law from home and friends to pay the penalty demanded by his crime, man – with all his faults and unjust ideas – has made a provision for the convict to be visited at stated intervals by his friends, in addition to the correspondence which is allowed. I know the visits are not frequent, and that the correspondence is restricted, but the provision is made; and is it possible that frail, fallible man can be more merciful than God? Can God by any means inspire an act of humanity He
Himself would be unwilling to perform? Can the creature, under any circumstances, manifest a greater degree of charity than the Creator? The thought quivered in my mind but for an instant – to have given it lodgment would have dishonoured the Infinite Love; but it lingered long enough to accomplish its mission, for as it left it carried away the last shadow of doubt. From that moment I was satisfied that sleep is the trysting-place where severed souls may meet again.

Some distance to our right lay a beautifully wooded district towards which the great majority of our sleep visitors wended their way. Turning our steps in the same direction, I soon discovered that behind that natural screen lay a more populous centre than I had yet met with in my new life. There was also something, too, so half-familiar about the surroundings as to cause me more than once to look around and assure myself where I was in reality.

I knew I had never visited the place before, and yet nothing was strange or unexpected to me, a fact the very opposite of every other experience I had hitherto enjoyed. I stood occa￾sionally to admire lovely nooks and rustic spots with which I seemed to be thoroughly acquainted, or addressed and returned congratulations to passers-by with the readiness of a life-long intimacy, yet it was impossible to recall when or where we had met before. Presently, however, I solved the difficulty to my own satisfaction.

The whole confusion of mind was due to the multitude of scenes through which I had so hurriedly passed, and the varied subjects which had been crowded through my mind without any possibility of quietly digesting them. This, no doubt, was the cause of the confusion so inextricably jumbling the two lives together yet leaving both equally familiar.

Several times I turned to my companion, with a hope that he would help me ouf of my dilemma, but seeing he was buried in one of his brown studies I refrained from disturbing him, and walked on in silence.

Just before we reached the trees, we turned by mutual impulse away from the more frequented parts into a secluded haunt which somehow, I knew, would lead us to the most picturesque view of the city lying before us. I led the way, there was now no need for a guide, since every step grew more mysteriously familiar to me. Down into the lovely little glen, across the rose-clad bridge which spanned the rivulet, where I must stand a moment to listen to the flute-like music of the silvern cascade; then up the flower-dressed bank again towards the moss-covered boulder which stood directly in my line of vision. Never mind, it was soon rounded, and —

There was no need for question then; standing beside that rock I touched the point of recollection which Cushna had before referred to; all along that walk the preparation had been going on, and in one flash the clear memory of my sleep-life had been restored to me. Around me lay scenes dear to me from infancy. Oh, what an explanation that one moment made of half the mysteries of my life! How often had I wakened from my sleep with a dull sense of forgetting something, for the loss of which my heart felt heavy, but my memory was powerless to recall it; I had sighed to renew some sweet companionship I had formed in the ‘vagaries of a dream’; I felt confident that someone, somewhere, understood my wishes and fostered my ‘foolish whims,’ but where and who was it? Some unknown influence was always working upon me to ‘do this’ or ‘go there.’ My friends looked pitifully upon me, regarding me as the victim of strange fancies from which I had not power to break away.

Frequently, when I was visiting the poor, I would come across the face of some sufferer which was quite familiar to me, yet I knew I had not seen it on earth before. Life had abounded in such mysteries, which in my solitude I had tried, in vain, to probe, I knew that in some far-away court a man lay ill and starving, but how I was aware of it I could never tell. I was conscious that if I walked along a certain street at a given time I should meet such and such an one, of whose existence I was ignorant apart from my ‘strange fancies,’ but I would go and meet them; there was no need to tell their stories – I knew them. I simply performed my mission and passed on.

A thousand impulses, strange as these, had been the ruin of my life in the estimation of my friends, while their development and indulgence had considerably aroused the pious fears of my family, exercised the professional acumen of several physicians, and been the subject of serious conversations and many prayers of devout clergymen; but all of no avail, the combined effect being to increase rather than diminish the malady. I was accused of lack of natural affection, was not amenable to reason, despised the common-sense things of life, and in the anxiety of my friends to protect me from myself it was always a mystery how I escaped the doom of an asylum. Was I happy? No! Two ever-present difficulties prevented that. The unnecessary suffering and starvation of my fellows, and an insatiable longing for something or someone which I could never define – a craving of the soul I did not know how to gratify – a hungering for some unknown sympathy for which I knew not where to seek.

But a great part – perhaps all – of the mystery had at length been solved, the key had been found, and henceforth the enigma of life would be easily read. Was it a tear of gratitude which dimmed my eye as the realisation burst upon me? Perhaps it was, for there is one joy at least which can only find an adequate expression in the language of tears.

“Cushna, my friend,” I cried in my ecstasy, “ I know it all now; but none of the revelations you have made to me can compare with this.”

“Why! do you mean to say you know this place?”

“Know it! Why, I am truly at home now. My earth life was not real; that was sleep – sleep in which I restlessly dreamed of this – now I am awake. Yes! I do know it! Henceforth I have to enjoy fulness of life in a condition where solution follows mystery as naturally as fruit comes after flower.”

“Now you can understand all we have been speaking of respecting the dual life.”

“I can,” I replied, “but how was it I did not remember it even after my death?”

“Because you have been carefully prevented from touching the point of recollection until the most opportune moment.”

“The place seemed to grow strangely familiar to me as we were coming along,” I said. “I was about to ask you the cause of it several times, only you were thinking.”

“Yes! I did not wish to make any explanations. It was much better for you to learn it as you have done; and now you feel yourself at home, you will be able to dispense with my services.”

“I do not at all like the idea of losing you,” I replied.

“You will not do that; I shall see you by and by. In the meantime you have many friends here you will wish to see, and any of them will be able to make what explanations you desire.”

He was gone – but I was not alone. How could I be in the midst of scenes every one of which called forth a multitude of experiences that had lain buried unconsciously in my mind until now.

Who is able to understand the mind? What undreamt-of histories, revelations, and possibilities lie stored away in its vast abyss, into which the intellect can find no light to help it penetrate. Consider but the corridors of memory, and who can estimate what priceless tablets of the past are waiting our discovery ? Are there records of being, of æons, of epochs, reaching back and back until at length every individual soul may read its genealogy and trace each step in its adventurous pilgrimage from God? Who can tell? But who can doubt but that the mind holds secrets which the fickle flesh could never keep – secrets which are too infinite to whisper into the ear of mortality; their weighty import, quivering on the sensorium, would shatter it, and leave it deaf to every other sound. Earth understand the mind of man! Why, in comparison, it has scarcely yet been able to grasp the idea of its conception. But in the calm hours of sleep, that subtle embryon steals away to Paradise, where its generation is continued within the womb of love, until the fulness of its time arrives; then the soul is called away and in the birth of death inherits the possessions of a larger self – the memory of another life, the knowledge of unexpected powers. How can the full beauty of the plant and flower be seen when the seed has only just been discovered? How can we know the oratorio when the overture has but just commenced? How can we paint the summer when we have only felt the frost? Neither can we. who have only watched the flutterings of the wings of mind against the cage of earth, describe the majesty of its soarings in the congenial atmosphere of heaven.

My meditations were brought to an abrupt ending by the sound of a well-known voice close behind me:

“Hello, Mass’r Fred!’ So yo’s here at last.”

“Yes, Jemmy, here at last.”

“I got’n idea you warn’t com’n roun’ dis road for a bit. Ain’t it beau’ful ? Has you been up de mount’ns?”

“I scarcely know where I have been, Jemmy, I have seen so much.”

“Did you see an’body you know yet?”

“Not here; but I have only just discovered that I know the place. Cushna never told me; he let me find it out for myself.”

“Dat’s jus’ like ‘m; he keeps on s’prisin’ you all de time.”

“That’s been my experience,” I answered, “ever since I arrived.”

“N’ber min’, Mass’r Fred, you s’ll soon see someb’dy now. We’ll soon fin’ you when I fetch‘m.”

Away that dear old friend went to convey the news of my arrival, and left me to recall the pleasant memories of that companionship. I cannot attempt to recount the multitude of incidents which crowded around me in connection with him, but ‘I will mention one lesson he taught me, which, I think, must have exercised an unconscious influence upon me in the lower life. It arose from my expressing surprise that negroes retained their colour in this life. The dear, good fellow replied, that it was all of the goodness of the Lord, that every colour, as well as every clime and kindred, should be found in heaven; and then he went on: There were many people who hated niggers and thought they ought not to be treated the same as white folks, they won’t go to school or church with them, won’t eat with them, or mix with them in any way, but when they got to heaven they would find that niggers were as good in the eyes of the Lord as white folks, and they will have to mix with them then.

I shall never forget his glee when he wondered what the white folks will do if they object to climb the golden staircase beside the niggers, for there’s a mighty long procession of ‘darkies,’ and they are going up all the time. Then again, he continued, looking more serious, it would have been mighty hard on the nigger if the Lord had changed his colour, for everybody would have laughed at him and said, “I told you so,” and that would have made him feel awful sick. But the Lord would not have it so, therefore He left everybody in their natural colour until love reigned, and no one thought anything about the tint of
another’s skin.

I thought there was a volume of truth in his simple philosophy, which wiser men would do well to consider.

That familiar phrase of the whilom slave, which seemed to come to his lips as the natural reply to every perplexity – ‘It’s all of the goodness of the Lord’ – led my thoughts away from the individual to the city which lay before me – the city so full of newly-found memories, and which, from my own experience, I had learned to call the City of Compensation, owing to the fact that it possessed more features of that character than any other I could recall. In my old life I had been frequently driven to the verge of atheism, by a fruitless attempt to reconcile the incongruities of life with the idea of a just and merciful God. Why should the man who was born blind be compelled to bear the ignominy of begging his daily bread with the hundred-and-one other hardships which fall to the lot of poverty; while the man who lay in the lap of indolence and luxury should possess all the physical blessings nature could crowd upon him? By what law did genius and want find such attraction for each other, while intellectual incompetency and wealth walked hand in hand? Where was the justice in a life of vicarious pain, which had its origin in another’s sin? Mere was the righteousness which threw its influence on the side of the tyrant and oppressor, while the honest saint was left without sign or answer to his cry?

I was not by any means the only one who had been perplexed by such enquiries, but from my new vantage-ground I could interpret these problems in another and better light. Earth is not the Omega as well as the Alpha of life; in fact, it is not the whole but only part of the first. It is his ignorance and a false estimate of earth which makes man attach an undue value to its condition. Things assumed a very different aspect in the explanations my memory afforded in my newer state. I remember how I had seen the blind man enter that city while his body enjoyed its sleep, and how at a glance I learned that he himself was not blind, the defect lay in the instrument through which he operated. It is only on the mortal, the transitory, side that the gloom exists; on the immortal his vision is unclouded; therefore his hours of darkness only correspond to another’s sleep. His memory may not be strong enough to bring back to earth the consciousness of what has passed, but who shall say the resignation of these children of darkness may not be due to the echoes of their sleep-life, which still reverberate through their waking hours?

In this city the ears of the deaf are unstopped, the tongues of the dumb are loosed, the maimed leap, the idiot understands, the paralysed forget their infirmity, and the bed-ridden feel their strength return; such are some of the kindnesses of the Lord to the unfortunates of earth, during their hours of sleep; do I not rightly call it a city of compensation?

These are memories of gratitude and hope; but there are others of even more weighty import, which for the warnings they convey, I dare not pass by in my message through the mists. I have often been a witness in this city of a mother pleading with her child to keep the yet unfulfilled promise which was sealed in the kiss of death, but since forgotten or ignored; I have seen the mask of friendship torn from the face of hypocrisy; heard the lying tongue convicted by its own utterances; seen the base intriguer exposed before his victim; have heard the yearning counsels of love to wayward children; witnessed the sympathy and affection lavished upon the unfortunate and the prodigal, and listened to the assurances of the presence of loved ones – unseen and unheard – in the hour of trial and temptation. I have seen the continued communion of souls, which the chill of death had no power to break; and the meeting of friends, who, in their despair, had vainly imagined they would never look upon each other’s face again.

Oh, ye of earth, who received from the closing lips of some loved one, the trust or commission they could not linger here to execute, I bid you recall how sacredly you vowed to perform those farewell promises which you have since neglected, as you have forgotten the body which crumbles in yonder grave. That is not your father, mother, friend, which is lying there; they are not dead! They are not away! In the silent corridors of sleep, you are still meeting them night by night. They know your perfidy, and that your word is broken ; time after time they have earnestly pleaded with you, while just as often has your promise been repeated, until not one, but a hundred broken oaths are registered against you on the tablets of your soul. Stand still for one moment, and you will feel the weight of these unheeded vows lie upon your conscience until its still small voice cries out in agony, bidding you to keep your word. Why do you not take heed? It is not now a matter which lies alone between yourself and friend; he has been called into the inner sanctuary of God, who will Himself now defend His saint, and exact the retribution of your deceit.

When the hour of morning calls you back to earth, how frequently do the echoes of your last assurance continue to ring within your ears? Quit you like men be strong; arise and keep your compact in spirit and in letter before the weight of your perjury grows too heavy for your soul to bear. And ye who weep, look up! Hush the voice of your mourning, and dry your moistened eyes. The loved ones have not gone away; their kisses are still lingering in freshness upon your lips. Those tender tones, like the departing vibrations of imagination, which steal over you when first you open your eyes, are not all illusions; your dear ones have been with you. You carried to them last night tidings of your home below, and they have told you of theirs above. Can you not feel the pressure of their embraces around you still? and that they expect you will keep your tryst to-night. Oh, no! They are not lost; but Jesus loved them so, he drew them just a little nearer to Himself, where they could rest in peace

‘Beyond the heart-ache and the fever.’

Their exaltation has not ended – it has only changed the hours of your communion from the uncertain seasons of earth’s day, to the calm and peaceful hours of night. Think for one moment: Are you not conscious how much their love for you has strengthened? So, too, has the atmosphere of their present lives worked out a like result in you; and this, nurtured and continued, will lift you up, and drawing you with themselves closer to God, will finally bring you where they are. They are still more yours in this holier communion than ever you knew before; but they have been honoured in their election to that host whom Christ employs as ‘ministering spirits, sent forth to minister to them who shall be heirs of salvation.’

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