Índice
─ Introducción
─ Notas al capítulo
─ Versión en español
─ Versión en inglés
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Introducción
Este texto es introducido en la siguiente página (y es enlazado en ella):
Página-guía B.9:
unplandivino.net/transicion/
Está en el apartado de esa página dedicado a Robert J. Lees (buscar «Robert» en esa página).
Para los audios:
En esa misma página estarán enlazados y ordenados. El audio de este capítulo está allí enlazado. Y, como en otros audios, hice un comentario al final del audio, tras la lectura del texto. En el comentario vemos algunas ideas importantes y a veces aclaramos algunas cosas.
Este es el último capítulo de este primer libro de la trilogía de R. J. Lees (A través de las nieblas). Haré la recopilación en un único texto, retocando y revisando la traducción que hice con deepl, google, etc. ─es la «primera» versión en el sentido de «para mi web»─.
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Notas al capítulo
(Abajo van notas que refieren en parte a lo tratado en la conversación sobre el capítulo de María Magdalena y Jesús (2014):
─ 20140610 Through The Mists – With Mary & Jesus – Chapter 21 S1
─ https://www.youtube.com/watch?v=EWhiM5ixvHE
─ 20140624 Through The Mists – With Mary & Jesus – Chapter 21 S2
https://www.youtube.com/watch?v=aVPq_vxUdzk)
─ Los temas y las actitudes que vemos en este último capítulo del libro contrastan mucho con las resistencias a la educación y al aprendizaje en nuestra vida en la Tierra (por miedo a cometer errores, etc.). (Educación y aprendizaje sobre el principio básico del amor, pero también sobre cosas en general.)
─ La vida en la Tierra también tiene muchas cosas, muchas verdades que aprender. Aunque nos solemos perder en las preocupaciones con las condiciones «materiales» de nuestras vidas, en base a los errores de miedo, etc., en el alma.
─ Nuestra condición (álmica) atrae cosas y nos limita.
─ La salvación no consiste en saltos o transiciones repentinas. La apariencia de «iluminación», y demás, suele estar relacionada con cubrimientos de espíritus, es decir, de desencarnados, que cubren a personas, y a veces desde que somos pequeñas.
─ Forma parte natural de nuestra alma disfrutar del aprendizaje desde la infancia. Pero nuestras resistencias en torno a las heridas emocionales provocan un cambio en esa actitud.
─ Conforme crecemos como almas, nos vamos interesando en más y más cosas, a nivel de la experiencia profunda, no de un mero aprendizaje superficial «intelectual».
─ En la Tierra, nuestras preguntas e indagaciones están motivadas por cosas muy variadas, no necesariamente «puras»: queremos afirmar cosas (y no preguntar realmente), queremos discutir sobre las respuestas… (y así, vivimos más o menos en nuestras heridas).
─ Ahora, Fred, al final de este libro y en el resto de la trilogía, al parecer nos va a mostrar otra cara: va a tener más en cuenta las cosas sobre su vida y su progreso (hasta ahora hemos asistido a muchas cosas que no le concernían directamente).
─ Hay un registro de todo lo que hacemos en la Tierra, y sucede que, incluso cuando todavía tenemos el cuerpo físico, ya estamos creando el sitio donde vamos a vivir en el mundo espiritual. Ese hogar espiritual también va a reflejar nuestro comportamiento y deseos desamorosos, no sólo los amorosos.
─ En el mundo espiritual la «casa» que nos dice que de cierto modo construimos, no es como las casas de muchas personas, donde sólo se decoran con las cosas relacionadas con eventos agradables: «la foto de cuando nos casamos», etc. En esas casas del mundo espiritual tenemos recuerdos de todo: bueno y malo. Imaginemos: la situación sería como si en una casa de la Tierra pusiéramos en las paredes fotos sobre cuando tuvimos aquel accidente de coche, o cuando la pareja nos engañó… etc.
─ Vemos pues cómo esa tendencia en las casas de la Tierra está mostrando la fachada: muestra cómo nos queremos sentir sobre nosotros, en ese autoengaño de la fachada; muestra la historia que me quiero contar sobre mí mismo. No queremos sentir los errores, y así los mantenemos dentro del alma, para vivir en ellos.
─ Creamos y sostenemos la fachada para sostener nuestras creencias acerca de nosotros mismos. Pero nuestro estado físico, anímico, financiero, etc., va a mostrar sí o sí nuestra verdadera condición álmica (aunque en las paredes de la casa sólo pongamos «cosas positivas»).
─ Cuando alguien muere, y decide no atravesar las nieblas, quedándose ligado a la Tierra, seguirá todavía en el proceso de acrecentar el daño en su alma. El proceso, la posición de esa persona en el mundo espiritual, se va a volver peor, al involucrarse más en las adicciones, etc., con las que sigue dañando a otros y a sí misma.
─ Cuando morimos no se da un «juicio final»; tampoco va a haber ningún «juicio final» en general, ya que seguimos eternamente en desarrollo, en este camino con Dios. Al morir, como hemos visto muchas veces, todos seguimos teniendo libre albedrío para seguir o no seguir evitando nuestras emociones heridas ─para cultivar o no la fe, un deseo efectivo y puro─.
─ Todos estamos recogiendo lo que hemos sembrado, pero, como vimos en varias ocasiones en el libro y en general en las canalizaciones de Jesús y María M., nuestra vivencia de la compensación se vuelve más intensa o aguda al morir, en términos de lo limitados que podemos vernos en el mundo espiritual debido a nuestras elecciones, acciones, dudas o inacción en la Tierra.
─ Tras morir, en el mundo espiritual, somos forzados a tener sensibilidad sobre lo que hemos sembrado en nuestras vidas.
─ Mucha gente que pasa al estado de espíritu se da cuenta de la importancia de no seguir usando su voluntad en la misma dirección que antes, pero también tienen miedo a hacer cualquier elección positiva, a dar cualquier paso en positivo ─y no lo hacen, por miedo─. Así, a menudo van volviendo su situación aún más dolorosa.
─ Por ejemplo, las enfermedades se deben a nosotros, a lo que hemos elegido reprimir esas emociones a las que nos resistimos, pero en el mundo espiritual no nos es tan fácil escaparnos de esta verdad. También nos damos cuenta de que en la Tierra, nuestra enfermedad fue nuestra responsabilidad, por mucho que quisiéramos culpar de ello a la naturaleza, a otras personas, etc.
─ Sobre la cita* que trata sobre el tema «lo que hacéis a otro, a mí me lo hacéis»: Jesús afirma que efectivamente es algo que dijo en el primer siglo.
─ Y es que sucedía que muy a menudo le venía una persona ─llamémosla «Fulano»─ a decirle «me gustaría hacer esto por ti», pero ante el ofrecimiento, Jesús le preguntaba ─señalando a otra persona (digamos, Mengana)─: «¿harías eso mismo por Mengana?», y Fulano miraba a Mengana, y no se veía dispuesto a hacer eso mismo por ella (por ejemplo, podría ser simplemente por el hecho de Mengana ser mujer, ya que al parecer, en la cultura en que vivió Jesús y en otras muchas, las mujeres eran consideradas todavía peor de lo que hoy son consideradas en general ─y todavía hoy hay mucha variedad cultural donde se permite una extremada denigración de la mujer casi continuamente─).
─ Si Fulano no estaba dispuesto a hacer esa buena obra también por Mengana, entonces ¡no es real! O sea, Fulano no está realmente dispuesto a hacerlo por Jesús. Si no lo quiere hacer por Mengana: ¿Por qué Fulano está dispuesto a hacerlo por Jesús? Tiene que haber motivos realmente malos detrás de ese deseo de hacer un bien a Jesús pero no estar dispuesto a hacerlo por Mengana. Y si Fulano realmente se prestara a hacer por Mengana eso que realmente es bueno (sin motivaciones impuras), ya se lo estaría haciendo también a Jesús (*Mt 25:40).
─ Si alguien, Fulano, está dispuesto a tratar a alguien mal, pero luego va y trata bien por ejemplo a Jesús, entonces, la condición álmica de «ser capaz de tratar a alguien mal», ya está en el alma de Fulano. En esa condición, si luego él va y trata bien a Jesús, muy a menudo será porque querrá algo adictivamente (él ya tiene esa condición álmica relativa a cierto egoísmo, demandas, exigencias…, y esa condición no se disuelve simplemente porque Fulano interactúe con Jesús).
─ Al final, Fred tiene necesidad de vivir un momento a solas, relacionado con el hecho de que su madre había muerto en el nacimiento de Fred. Todos en realidad tenemos que pasar momentos así, a solas, tratando con cosas que en el fondo sólo nosotros hemos vivido.
─ Puntos para la reflexión (dados por Jesús y María M.):
El universo de Dios está diseñado para generar aprendizaje
Fred advierte esto en relación con el mundo espiritual.
Cuando somos niños en la Tierra, a menudo somos conscientes de ello, pero perdemos este sentido cuando somos adultos.
Considera cómo puedes volverte más consciente de las lecciones que se desprenden del diseño del universo natural que te rodea.
Considera cómo puedes volverte más consciente de las lecciones que se desprenden de los acontecimientos y las personas que atraes.
Si te encantara aprender, ¿cómo sería tu vida diaria?
El amor pone límites
¿Puedes ver esta ley en acción en ti, durante tu vida en la Tierra?
¿Cuánto te resientes ante lo que atraes, sin detenerte a considerar a qué lección de amor puede que te estés resistiendo, lo cual impide una mejora en tu vida?
El verdadero servicio está motivado por el amor
Recuerda una ocasión en la que sintieras que alguien te había servido o te había dado un regalo motivado puramente por el amor. ¿Cómo se sentía eso?
Considera qué te motiva a hacer cosas o a dar cosas a los demás. ¿Qué errores y adicciones aún te impulsan?
La verdadera naturaleza del alma
Ten en cuenta la cita “La actividad es la herencia natural del alma, la excelencia su lema y la santidad su meta…”.
¿Cómo contrasta esta visión con lo que sientes y con cómo vives tu vida?
¿En qué medida estás evitando la acción o posponiendo algo en tu vida?
Versión en español
CAPÍTULO XXI
HOGAR
Cada detalle de esta vida es educativo. Cuando uno tiene la oportunidad de retirarse para meditar sobre el conocimiento que ha adquirido, se siente abrumado por la masa de información que aquí se despliega naturalmente a partir de un solo episodio, como también por la unanimidad del testimonio para hacer cumplir la gran ley por la que se rige esta vida, aunque los agentes que contribuyen parezcan no tener conexión posible entre sí.
Se recordará que uno de los primeros incidentes que atrajo mi atención después de mi llegada fue la acción de esa pobre mujer que trataba de abrirse camino hacia hogares para los que no estaba preparada. Eusemos explicó la teoría de la ley que opera sobre ella y le impide llevar a cabo su deseo; Cushna me la ilustró después en el caso de Marie; y ahora Myhanene me había dado un ejemplo práctico de ello en mi relación con la fascinante escena que se extendía ante mí. No había ningún poder externo presente que me impidiera llegar a esas moradas de descanso; el camino estaba abierto, y estaba seguro de que sería bienvenido si tan solo pudiera llegar a sus portales. Pero ese «si» era el «por qué» del todo suficiente para explicar por qué no se satisfacía el deseo de mi corazón. No había más barreras para que yo respirara la atmósfera vital de aquellas montañas celestiales que las que hay en la Tierra para impedir que un lapón comparta las bellezas del verano tropical; la única razón estaba en mí; mi naturaleza actual no estaba adaptada a los alrededores, por lo tanto no eran favorables para mí; así que, aunque era el paraíso en cierta medida para Myhanene y sus amigos, me sentía abrumado ─digamos, incómodo─ y ansioso por irme.
Pero mientras estaba de pie en aquellas alturas, con el brazo de mi compañero todavía alrededor de mí, aprendí una dulce lección más completamente de lo que jamás había esperado: la tierna simpatía y humildad con que esas naturalezas superiores y santas prestan ayuda a los más débiles. ¡Oh, los recursos y mecanismos que tienen a su disposición, y la prontitud y la sencillez con que son confiscados para estimular y alentar a uno a hacer todo lo posible para alcanzar todos los desarrollos posibles y las ventajas correspondientes! Su amor se apodera del alma como un poderoso imán, y ésta se siente atraída y elevada ─a menos que se rechace y se suelte voluntariamente la influencia divina─ casi contra sí misma, en continuos renacimientos de un ser más santo. No hay patrocinio, ningún intento de encender un sentimiento de deuda por el servicio que prestan tan voluntariamente, sino que comienzan ─y continúan─ su misión como si solicitaran un favor y todas las ventajas fueran suyas. Cualquiera que sea su manera de hacer las cosas, tienen una aptitud y un poder maravillosos para hacerte sentir ─sin importar cuán grande haya sido tu disfrute─ que ellos han obtenido una felicidad mucho mayor.
¿Qué fue lo que impulsó a Eusemos a mostrarme ese panorama del país, o a Cushna a darme el deleite de presenciar la Coral? ¿Por qué Siamedes debería instruirme respecto a la naturaleza y condición de los durmientes, o Myhanene llevarme a contemplar los placeres en los que vive? No tenía ningún derecho sobre ellos, ningún poder para darles, en lo más mínimo, ninguna compensación; había un sólo motivo, una razón: el amor, ese gran impulso maestro que hace oscilar su cetro indiscutido en todo el dominio de la inmortalidad. Lo sabía, lo sentía. El único deseo que movía a todos aquellos con quienes había estado en contacto había sido evitar que me sintiera demasiado satisfecho al comienzo de mi nueva vida con las condiciones en las que me encontraría, cualesquiera que fueran. La actividad es la herencia natural del alma, la excelencia su lema y la santidad su meta; por eso su esfuerzo concertado había sido para despertar en mí un gran deseo de alcanzar los ideales que siempre tenemos por delante; para darnos cuenta de que la legítima satisfacción del hombre sólo puede alcanzarse cuando, como el salmista de antaño, despierta al reconocimiento de que ha alcanzado la semejanza de Dios.
¡Sí! Había aprendido esa lección y, al contemplar la visión que tenía ante mí, me di cuenta de que su objetivo no se vería totalmente frustrado, al menos en mi caso. Nació en mí el deseo de poder recorrer esos campos de brillante gloria que eran el hogar de mis amigos, pero que, sin embargo, estaban tan lejos de mí; y decidí que mi esperanza no se vería aplastada ni frustrada por ningún objetivo o deber que necesariamente debiera estar en medio, sino que, a través de todo y de todas las cosas, seguiría adelante hasta que mis pies hubieran ascendido a esta meta de mi primer deseo en el cielo. Myhanene profetizó que la visión encendería mis aspiraciones si tan solo pudiera alcanzarla, y tenía razón: todas esas aspiraciones ahora brillaban; estaba ansioso por encontrar mi hogar actual, para poder entender desde dónde debía comenzar el formidable ascenso. No sabía dónde lo encontraría (hasta entonces, nunca había pensado en ello más que de pasada), pero ansiaba llegar a él ahora. Dondequiera que estuviese, no podía ser más que el lugar de descanso de un peregrino; cualesquiera que fuesen sus placeres, había contemplado otros por los que mi alma suspiraría ‘como el ciervo jadeante que busca las corrientes de las aguas‘; por ricas que fuesen sus bellezas, había contemplado otros mayores, cuyo recuerdo no podría borrar, y nunca estaría satisfecho hasta que los considerara míos.
Entonces, involuntariamente, se me ocurrió la pregunta: «¿Me sentiré satisfecho entonces?», pero seguiría surgiendo si intentaba responderla, así que la reprimí y decidí limitar mi primer ideal a ese. Pero cuando llegué a esta conclusión, una sombra pasó por mi mente al pensar en la distancia casi interminable que podía haber entre mí y el objeto de mi deseo. Myhanene fue inmediatamente consciente de su presencia [de esa sombra], y aunque no habló, sí sentí un pensamiento que procedía de él y que se abrió ante mí en otro ensueño, una revelación que tuvo más influencia y consuelo que las palabras.
Hay un solo camino para que toda la humanidad viaje en su peregrinación hacia Dios; las etapas de la Tierra habían sido alteradas y se habían vuelto difíciles de seguir, pero, desde donde mis pies estaban plantados, el camino era claro e inconfundible. Era el camino llamado Recto [straight], cuyo ingeniero era Dios mismo, y llevaba su sello, tal como lo encontramos en la faz de la Naturaleza. En este punto, la Naturaleza se convirtió para mí en la intérprete de la gracia, y mi alma se dejó llevar por su corriente hacia el océano de otra revelación. ¿Qué hombre puede estar con un reloj en la mano y decir: «El día ha muerto y la noche ha nacido»? ¿Quién puede dividir con precisión las estaciones a medida que vienen y van? ¿Quién es lo suficientemente sabio como para fijar el límite del sueño? Las heladas tempranas del invierno se intercalan con los días dorados del otoño, y la primavera entrevera su sol con ráfagas heladas; la luz del día regresa con pulsos insinuantes, hurtando su asidero, sin ser observada, en la mejilla de la noche; las hojas que se abren lo hacen tan sigilosamente que, aunque hagamos guardia para observarlas, nos veríamos obligados a decir: «No está [abriéndose]; o sí, sí lo está».
En la Naturaleza no hay saltos ni lindes, ni callejones sin salida ni abismos, ni divisiones tajantes en su gran ley del progreso; el orden es el desarrollo desde dentro, estimulado por la apropiación de los nutrientes adecuados desde fuera. Este mismo desarrollo también se observa en las etapas de la vida, en la medida en que los mortales llegan a reconocerlas. ¿Quién es lo suficientemente sabio para descubrir el instante del ser, o discernir el momento de la partida del alma? ¿Quién puede decir cuándo la inconsciencia se despliega en consciencia, o el instinto del bebé da paso a la inteligencia? ¿Quién puede definir cuándo nace la responsabilidad o trazar una línea entre la infancia y la niñez? Así, el paralelo de la naturaleza y el alma podría continuar. ¡Pero basta! Si la misma ley es evidente desde el principio y continúa hasta donde el hombre puede rastrearla, ¿con qué derecho suponemos que ocurre algún cambio más allá de nuestro entendimiento? Dado el mismo Dios como Creador y Preservador, Autor y Consumador ─y Él inmutable─, ¿por qué no la misma ley ─y ésta, Inmutable─?
El pensamiento me consoló, me dio fuerza y paz. La distancia entre mí y mi ideal era sin duda grande; pero se alcanzaría mediante un proceso natural cuya duración, en gran medida, dependía de mis propias manos. ‘Dios no hace acepción de personas‘; no hay camino real [royal] ni atajo para llegar al trono reservado para unos pocos elegidos, sino Una Sola Manera, que es ‘el camino, la verdad y la vida’, y quien intente subir por cualquier otra vía será expulsado como ‘ladrón y salteador’. No, no, el asesino con las manos en la masa, ni confesándolo de labios ni de corazón, podría dar un salto desde el cadalso ─sin instrucción, todavía tembloroso y con labios de los cuales apenas se han apagado los ecos de la irreverencia─ hasta la presencia de ese Dios que es ‘demasiado puro para contemplar la iniquidad’.
La salvación no garantiza una transición repentina del libertinaje a la muchedumbre vestida de blanco, de la broma obscena del libertinaje a ‘cantar el cántico de Moisés y el Cordero‘; significa ‘aceptación en el amado’ cuando el pródigo penitente ha llevado a cabo su determinación de levantarse e ir a su padre, ha hecho la peregrinación desde el país lejano a la patria, ha pasado la cruz donde recibe las promesas y se convierte en heredero de esa fe que ‘es la sustancia de las cosas que se esperan‘; adoptado en la familia de los santos y entrando en la compañía de Cristo, quien nunca más lo dejará ni lo abandonará, será guiado de gloria en gloria, desplegando en su alma, en cada etapa sucesiva, esa pureza y santidad que finalmente lo capacitará para:
Morar en la Luz eterna
a través del Amor Eterno [ref.].
Mi compañero no estaba en absoluto ansioso por poner término a mi visita a pesar de que yo lo había sugerido. Él estaba feliz, muy feliz, allí; era su hogar. Y cuando yo tenía un intervalo ─ya fuera en mi ensoñación o en mi asombro─ para dedicárselo a él, yo era consciente de la intensidad de su ferviente deseo, que también era el mío; pero no podía serlo por el momento, así que, a continuación, él me permitió tener tiempo para contemplarlo [ese deseo] hasta que el entusiasmo fuera fuerte dentro de mí, lo que fue anunciado que debería darse tan pronto como yo pudiera estar a la altura de sus requisitos [its requirements]; entonces, una suave presión de su brazo indicó su deseo y me di la vuelta.
«¿Cuánto tiempo he estado aquí, en esta vida?», pregunté, cuando mi poder de habla regresó a mí.
«Solo unas pocas semanas según el cómputo de la Tierra -respondió-; ¿Por qué? ¿Estás cansado?».
«¡No! Nunca volveré a estar cansado, puedo sentirlo; pero he aprendido tanto, y he estado tan interesado, que nunca antes había pensado en el tiempo».
«¿Por qué has aprendido tanto?», preguntó.
«Esa es una pregunta que podrías responder mejor», respondí.
«Es simplemente porque has preguntado tanto. Tu vida terrenal fue una larga nota de interrogación; no tanto hacia tus semejantes, porque ellos no te comprendían, y no te habrían podido responder, sino que tus preguntas eran hacia ti mismo, hacia nosotros. Ahora has comenzado a encontrar las respuestas en lo poco que se nos ha permitido hacer por ti hasta el momento. Pero recuerda, sólo hemos empezado; estaremos encantados de continuar en breve; mientras tanto te llevaré a tu casa, donde podrás recordar tus experiencias hasta ahora, mientras descansas un rato y te deshaces de esas influencias del cuerpo que todavía se aferran a ti, y que te impedirían disfrutar de otras revelaciones que te aguardan».
«A casa -repetí-; ¿Oíste mi deseo cuando estaba en la colina? Me interesé tanto que no había pensado en ello hasta que vi tu hogar, lo que me hizo preguntarme qué distancia podría haber entre los dos. ¿Era mi pensamiento una premonición de lo que vendría después?».
«Tal vez lo fue -respondió-; Ven a verlo».
Nuestro camino pasó por una sucesión de pintorescos bosques, alternados por hermosos valles y claros, donde nos cruzamos con pocos individuos, lo que permitió que nuestra comunión sobre muchos temas se mantuviera sin interrupciones, pero no te cansaré con su relato aquí. Todavía tengo volúmenes de experiencias más grandes que contar, y si este esfuerzo logra su objetivo, como expresé en las páginas anteriores, volveré y continuaré con mi agradable tarea. Mientras caminábamos, observaba de vez en cuando el brillante destello del pensamiento alejándose velozmente de mi compañero que iba por delante de nosotros, mientras que de vez en cuando recibía una respuesta que me indicaba que, mientras él me estaba instruyendo, también estaba conversando con algún amigo lejano. En ese momento yo no era experto en leer ese tipo de correspondencia y, por lo tanto, ignoraba por completo su naturaleza; pero, fuera lo que fuese, sólo despertó una curiosidad pasajera en mi mente por su novedad; mi interés se centraba por completo en los temas que estábamos discutiendo.
Al pasar por un valle, que por su extrema belleza excitó mi admiración y puso fin a nuestra comunión, nos encontramos ─para mí de repente e inesperadamente─ con Cushna, Arvez y varios otros amigos que no conocía. Ellos, por sugerencia de Myhanene, se unieron a nosotros, ya que evidentemente él no quería demorarse en el camino. Poco después nos encontramos con Eusemos y una compañía de coristas, que nos saludaron con un canto de bienvenida; también se unieron a nosotros y seguimos adelante escuchando su música hasta que nos encontramos con Azena, junto a una gran compañía de mujeres, que vinieron a recibir a Myhanene cuando oyeron que él venía por allí. Constantemente se sumaban más personas a nuestro grupo; muchos de los amigos traían instrumentos, otros llevaban coronas de flores como las que había visto en el festival, hasta que nos convertimos en el centro de una larga procesión, alegres y exultantes en las canciones que cantaban para dar la bienvenida a mi compañero, a quien no podía extrañarme que quisieran tanto.
Enseguida entramos en un estrecho valle entre dos cadenas de colinas, en cuyo extremo ascendimos una suave pendiente cuya cima dominaba una vista de una ciudad magnífica más allá de cualquier comparación terrenal. En apariencia parecía construida de alabastro rosado, en su diseño un cuadrado regular, con avenidas que iban de este a oeste, de norte a sur, subdividiéndola en numerosas secciones fácilmente distinguibles desde donde estábamos, por las amplias divisiones, y exuberante en la masa de follaje que vestía los árboles.
Los edificios tenían un estilo muy ornamentado y, aunque tenían una altura considerable, en su mayoría eran de una sola planta, con tejados planos, y cumplían la doble función de jardín y paseo. Cada palacio ─pues sólo una denominación así transmite una idea adecuada de sus proporciones─ estaba rodeado de terrenos de considerable extensión, que en su disposición mostraban los variados gustos y diseños de sus residentes, pero el conjunto completaba una imagen tan perfectamente armoniosa que el ideal de Myhanene de la armonía suprema de las diferencias apareció espontáneamente en mi mente. Todo, en todas partes, hasta donde alcanzaba la vista, proclamaba riqueza, lujo y reposo; y mientras contemplaba la amplia zona de la ciudad, me pregunté si sería posible encontrar mi hogar en moradas tan maravillosas como estas.
Cuando nos detuvimos para contemplar el paisaje, un repique de campanas se sumó a la música que nos rodeaba. Esto parecía ser la señal para que toda la ciudad saliera a la calle, y toda la multitud se adelantó para recibirnos. Una de las primeras fue Helen, y muy de cerca la siguieron una y otra de aquellas personas que yo había conocido en aquellos horribles antros y barrios de Londres. A algunas de ellas me había enviado aquella misteriosa influencia de la que había hablado, y que nunca pude entender; a algunas las había ayudado leyéndoles, y a otras de otras maneras; con algunas había hablado y había tratado de resolver sus dudas, tratando de reconciliar su doloroso entorno con la coherencia de un Dios de amor; a otras les había intentado explicar mis vagas ideas sobre el cielo, o había tratado de darles un poco de consuelo exponiendo mi difusa teología; el reconocimiento de más de una me trajo a la memoria una promesa olvidada que nos habíamos hecho, la de encontrarnos «al otro lado del río», a lo cual ellas se habían atenido en su propósito, mientras que yo sólo podía afirmar que lo había hecho por accidente.
Mientras miraba esos rostros tan recordados ─a pesar de los maravillosos cambios que se habían producido en ellos─ sentí que su número se había multiplicado considerablemente, pues aunque cada individuo era bien conocido, no tenía idea de que el total fuera ni la mitad de grande. Ya no eran pobres, como cuando nos separamos, sino que en el intervalo, de alguna manera ─y sólo hay una forma─ se habían convertido en reyes y reinas, sacerdotes y sacerdotisas de Dios Padre, y me sentí más que honrado ahora de renovar nuestra amistad.
Cuando terminé las felicitaciones más personales, la música volvió a crecer hasta convertirse en un coro, al que se unió toda la multitud, de bienvenida a casa. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que toda esta aclamación era por mí, y sin embargo apenas podía creerlo hasta que me volví hacia Myhanene y le pregunté: «¿Es esto realmente por mí?».
«¡Sí, hermano mío! -respondió él-; En esta ciudad encontrarás tu hogar por el momento, y nuestros amigos han venido a darte la bienvenida».
Entonces comprendí que los destellos de pensamiento que habían excitado mi curiosidad eran simplemente señales, y que nuestros encuentros con Cushna y otros amigos a lo largo del camino eran parte de un programa organizado, del cual yo, sin saberlo, era el objetivo central.
La procesión se reorganizó, pero esta vez en una escala mucho más imponente, y me llevaron al frente, el honrado en una compañía tan honorable, con Myhanene todavía a mi lado y mis amigos y conocidos más cercanos agrupados alrededor. Lágrimas de alegría y gratitud fueron mi única respuesta a la conmovedora bienvenida que me brindaban y a las muestras de afecto que me prodigaban por todas partes; incluso las campanas parecieron cobrar vida al exhalar una simpática felicitación. Al doblar por una de las avenidas más cercanas, pude ver a nuestros líderes entrando en los terrenos de un palacio tan exquisitamente diseñado que atrajo mi atención más que todos los demás, incluso cuando los vi por primera vez en la distancia. Pero cuando llegué a la entrada, y su belleza me iluminó en toda su plenitud, me detuve desconcertado y pregunté qué lugar era. «Hogar», fue la única palabra que mi compañero pronunció en respuesta, y me llevó hacia adelante bajo la influencia de un éxtasis como el que a veces es permitido experimentar en el dominio de los sueños.
Al acercarme a la casa, me di cuenta de que las cortinas que en esta vida sirven de puertas se habían descorrido, indicando que todos podían entrar; pero la multitud retrocedió hacia derecha e izquierda, cesaron sus canciones y Myhanene me tomó de la mano y me hizo pasar. Al llegar a la entrada, vi que el espacioso porche se llenaba de una compañía que podría haber sido la hueste de ángeles en ese festival que había presenciado tan recientemente. La figura central estaba vestida con ropas de luz, aunque no la reconocí, porque mis ojos, todavía, estaban demasiado desacostumbrados a contemplar tal resplandor. Nuevamente me detuve, pero mi guía, adivinando mis pensamientos, respondió: «Es Omra». No había tiempo para más palabras, estábamos casi en la cima de los escalones, y un momento después sentí un inexpresable estremecimiento de alegría cuando sus brazos me rodearon y exclamó:
«Bienvenido, amado nuestro, en el nombre de nuestro Padre; disfruta de tu descanso»; Entonces me levantó la cabeza y me besó, mientras la asamblea susurraba «Amén».
No hablé. ¿Qué podría haber dicho? ¿Quién podría encontrar el lenguaje apropiado para una ocasión como esta? Pero no hubo ninguna torpe pausa, ni sensación de incomodidad por esperar algo que yo no sabía cómo llevar a cabo. Omra evitó eso.
«Qué multitud de amigos tienes contigo», comentó de manera persuasiva, a modo de invitación a contemplar la escena.
Al pie de la escalera, en un grupo distintivo, estaban todos esos amigos de Londres de los que ya he hablado, y hacia ellos llamó mi atención especialmente, diciendo:
«Hermano mío, el Señor ha prometido que ‘quienes siembran con lágrimas, cosecharán con alegría‘; en estos, nuestros amigos, deseo que contemples el cumplimiento de eso mismo. Aquí puedes ver, hasta donde se ha recogido hasta ahora, la cosecha del trabajo de tu vida. Fuiste a ellos llevando una semilla más preciosa de lo que podías estimar, y aunque con mano temblorosa y un conocimiento incierto la esparciste, aun así, como palabra de Dios, cumplió aquello para lo cual Él la envió. Ahora, tu día en el campo de la cosecha ha terminado, tu trabajo está hecho. Regresas al Dios que te envió y te comisionó, trayendo tus gavillas contigo. En el nombre de Cristo que nos redimió, te agradezco por tu ministerio de amor, porque en la medida en que lo hiciste a estos, también lo hiciste a Él».
En vano le aseguré que en lo poco que había podido hacer había sido muy bendecido; que el ministerio al que se refería había sido el punto brillante en una vida que, de lo contrario, habría sido de lo más intolerable; que los goces que naturalmente se acumulaban eran mucho más que la compensación por cualquier sacrificio que pudiera haber exigido; mientras que yo era dolorosamente consciente de cuánto había omitido hacer en comparación con la nimiedad realizada. Él lo sabía todo al respecto, tal como yo lo iba a entender cuando tuviera tiempo libre para estudiar el registro de mi trabajo, que se había conservado y estaba abierto para mi lectura interna. Allí vería los resultados netos hasta el momento, recopilados por alguien demasiado sabio como para equivocarse en el juicio o la estimación. Luego me dio su bendición y se fue, dejando que Myhanene siguiera presentándome mi hogar.
Quisiera encontrar palabras para transmitir aunque sólo sea una leve idea de la belleza y perfección de esa casa, pero si lo intentara, fracasaría, incluso nada más empezar. Así que eso debe pasar. Pero hay un asunto al que debo referirme, debido a su seria relevancia para aquellos que todavía están en la carne. Jesucristo, hablando de las muchas mansiones en la casa de Su Padre, dijo a Sus discípulos: ‘Voy a preparar un lugar para vosotros’. Pero ¿qué pasa con el mobiliario de la misma? Este es un pensamiento que nunca había cruzado por mi mente hasta que entré en mi nueva morada; entonces me fue dada otra gran revelación. Cada artículo de mobiliario, adorno o decoración, estaba vívidamente asociado con ─como si hubiera sido fabricado a partir de─ algún acto, palabra o característica de mi vida terrenal. Fue una terrible verdad a aprender; ¡cómo deseaba haberla conocido antes!
Una de las habitaciones contenía una serie de imágenes que mostraban el relato al que Omra se había referido; a simple vista pude ver que el resultado no era en absoluto perfecto. El diseño original, perfectamente visible en todos los casos, siempre estaba más o menos estropeado con unos errores igualmente evidentes. En ellos podía detectar fácilmente las debilidades que aún me atormentaban y los numerosos defectos que tendría que remediar antes de poder alcanzar ese eslabón superior de la vida, desde cuya perspectiva acababa de regresar. Al estudiar este registro, podía estimar con exactitud el trabajo que tenía por delante, pero también era consciente del hecho de que un hogar y un entorno donde llevar a cabo la tarea debían contribuir en sí mismos a la mitad del éxito. Además, de nuevo, ¿qué ventajas inestimables me ofrecían las nuevas y mayores facultades de las que había llegado a ser dueño? ¿De qué compañías podría disfrutar? ¿Qué experiencia no podría consultar?
Myhanene me condujo inmediatamente más allá de una puerta cuyas cortinas estaban bien corridas. Yo habría entrado allí, porque un poder invisible se apoderaba de mí: una voz que surgía del silencio parecía llamarme, y me detuve en respuesta a su clamor. Pero, como si él ignorase mi deseo, mi guía me condujo hasta el tejado, desde donde pude contemplar otra vista de la ciudad que, en el futuro, me resultaría más familiar y valiosa por sus asociaciones. El ambiente, y el interés que despertaba la vista, superaron la agitación que sentí al pasar por aquella puerta prohibida, y cuando me calmé del todo, mi compañero me dijo:
«Ahora, mi placentero deber ha terminado por el momento; acompáñame un momento y luego me despediré».
Cuando llegamos de nuevo a aquella puerta, hizo un gesto con la mano para que yo entrara solo, luego desapareció [passed out]; se había ido.
Y yo supe lo que quiso decir. En aquella habitación me esperaba alguien para darme la bienvenida a casa, por el toque de cuya mano desaparecida y el sonido de cuya voz, mi corazón siempre había llorado y gemido; alguien que había sacrificado su vida al darme la mía; alguien cuya ausencia me había incapacitado tristemente para la batalla que me había visto obligado a luchar; alguien cuyo nombre había invocado con frecuencia en la oscuridad de mi desolación sin obtener respuesta. Si ella hubiera estado conmigo aunque solo fuera durante los primeros años, de modo que la presencia de su recuerdo hubiera permanecido conmigo, ¡cuán diferente habría sido mi vida! El misántropo podría haberse convertido en un hombre, desempeñando un papel varonil en la regeneración del mundo y realizando alguna pequeña obra digna de ser recordada. Pero ¡ay!, la sombra que nació conmigo no pudo disiparse, y el peso de su oscuridad era la cruz que finalmente ya iba a ser levantada de mis hombros.
Lector, cuando estuve en la casa del asirio, me encontraba, como tú ahora, en el umbral de otro encuentro; pero recordarás que te dije que cuando llegó ese momento ─que era demasiado sagrado para la contemplación por los ojos de un extraño─ me di la vuelta para no profanar la ocasión con mi presencia. Ahora quisiera pedirte que me perdones si te dejo aquí mientras atravieso las cortinas y, por primera vez en toda mi existencia, que yo sepa, contemplo ese rostro largamente buscado. El suelo que cruza este estrecho límite es demasiado sagrado para mí como para que lo pisen los pies de extraños en este momento; la visión que me espera es demasiado santa para ofrecerla a la inspección pública. Para mí, la fiebre intermitente de la Tierra ya ha terminado; he encontrado mi camino de forma segura, por la bondad de nuestro Padre, «a través de las nieblas», y por el momento, deseándote un afectuoso adieu, levanto estos pliegues de seda, para encontrarme en casa, entre los brazos amorosos de MI MADRE.
Versión en inglés
CHAPTER XXI
HOME
Every detail of this life is educational. When one has opportunities for retirement to meditate upon the knowledge he has gained, he is overcome by the mass of information which here naturally unfolds from a single episode, as also the unanimity of testimony to enforce the one great law by which this life is governed, even though the contributing agencies appear to have no possible connection with each other.
It will be remembered that one of the first incidents which attracted my attention after my arrival was the action of that poor woman trying to make her way towards homes for which she was unfitted; Eusemos explained the theory of the law operating upon and preventing her carrying out her desire; Cushna afterwards illustrated it for me in the case of Marie; and now Myhanene had given me a practical example of it in my relationship to the entrancing scene which lay before me. There was no external power present to prevent me reaching such abodes of rest, the way was open, and I was sure I should find a welcome if I could only reach their portals; but that ‘if’ was the all-sufficient ‘why’ I did not gratify my heart’s desire. There was no more barrier to my breathing the life atmosphere of those heavenly mountains than there is on earth to prevent the Laplander from sharing the beauties of the tropical summer; the only reason was in myself, my present nature was unadapted to the surroundings, hence they were not congenial to me; so, while it was heaven in a measure to Myhanene and his friends, I was overpowered – shall I say, uncomfortable – and anxious to be away.
But while I was standing on those heights, with my companion’s arm still around me, I learned one sweet lesson more completely than I had ever anticipated – the tender sympathy and humility with which those higher, holier natures render assistance to the weaker. Oh! the devices, the resources they have at command, and the readiness and the unostentation with which they are brought into requisition to stimulate and encourage one to put forth every endeavour to reach all possible developments and corresponding advantages! Their love takes hold upon the soul like a mighty magnet, and it feels wooed and lifted-unless the Divine influence is wilfully repudiated and released – almost against itself into continual re-births of holier being. There is no patronage, no attempt to kindle a feeling of indebtedness for the service they so willingly perform, but they commence – and carry on their mission – as if soliciting a favour, and all the advantages were theirs. Whatever they may have done, they have a wonderful power and aptitude of making you feel – no matter how great your enjoyment has been – that by far the greater happiness has accrued to them.
What was it that prompted Eusemos to show me that panorama of the country, or Cushna to give me the delight of witnessing the Chorale? Why should Siamedes instruct me in respect to the nature and condition of the sleepers, or Myhanene carry me to behold the delights in which he lives? I had no claim upon them, no power to render them, in the least, any compensation; there was only one motive, one reason – love, that great master impulse which sways its unchallenged sceptre throughout the whole domain of immortality! I knew it – felt it. The one desire which actuated all with whom I had been brought into contact, had been to prevent my becoming too satisfied at the outset of my new life with the conditions with which I should find myself surrounded, whatever they might prove to be. Activity is the natural heritage of the soul, excelsior its motto, and holiness its goal; thus their united endeavour had been to arouse in me a great desire to reach out after the ideals which ever lie on before; to realise the fact that the legitimate satisfaction of man can only be achieved when, like the Psalmist of old, he awakes to the consciousness that he has attained to the likeness of God.
Yes! I had learned that lesson, and as I gazed upon the vision before me, I felt conscious that their object would not be altogether frustrated, at least in my case. The wish to be able to roam those fields of bright glory, which were the home of my friends, but yet so far from me, was born within me, and I determined that my hope should not be crushed or thwarted by any object or duty which must necessarily lie in between, but through all and everything, I would press on until my feet had climbed unto this goal of my first desire in heaven. Myhanene prophesied that the sight would fire my aspirations if I could but attain to it, and he was right – these aspirations now were all aglow; I was anxious to find my present home, that I might understand from whence I was to commence the stupendous ascent. I knew not where I should find it – hitherto, had never given it more than casual thought – but I longed to reach it now. Wherever it might be, it could be no more than the resting-place for a sojourner; whatever its pleasures might be, I had gazed upon others for which my soul would pant, ‘as the hart panteth after the water-brooks’; however rich its beauties, I had beheld greater, the memory of which could not be effaced, and I should never rest contented till I called them mine.
Then the question involuntarily suggested itself – ‘Shall I be contented then?’ – but so it would ever continue to arise if I attempted to answer it, so I pressed it down, and determined to bound my first ideal here. But as I came to this conclusion, a shadow passed over my mind as I thought of what an almost interminable distance might lie between me and the object of my desire. Myhanene was instantly conscious of its presence, though he did not speak, but I felt a thought which proceeded from him that opened out before me into another reverie – revelation that had more influence and consolation than words.
There is but one way for all mankind to travel on their pilgrimage to God; the earth stages had been tampered with and rendered difficult to trace, but from where my feet were standing the way was clear and unmistakable. It was the way called Straight, whose engineer was God Himself, and it bore His stamp and seal, even as we find it upon the face of Nature. At this point Nature became to me the interpreter of grace, and my soul drifted with its flow into the ocean of another revelation. What man can stand with watch in hand and say – ‘The day is dead, and night is born?’ Who can divide accurately the seasons as they come and go? Who is learned enough to fix the boundary of sleep? The early frosts of winter are sandwiched into autumn’s golden days, and spring dove-tails her sunshine into icy blasts; daylight comes back with insinuating pulses, stealing a footing unobserved upon the cheek of night; the opening leaves put forth so stealthily that even though we stand on guard to watch, we should be compelled to say – “It is not; yes, it is.”
In Nature there are no leaps and bounds, no cul-de-sacs or chasms, or sharp divisions in its great law of progress; the order is, unfoldment from within, stimulated by the appropriation of congenial nourishment from without. This same development is also observable in the stages of life, so far as they come within the cognisance of mortals. Who is learned enough to discover the instant of being, or tell the time of the soul’s departure? Who can say when unconsciousness unfolds into consciousness, or the instinct of the babe gives place to intelligence? Who can define when responsibility is born, or draw a line between infancy and boyhood? So the parallel of nature and soul might be continued. But enough! If the same law is evident at the commencement, and continues as far as man can trace it, by what right do we assume that any change occurs beyond our ken? Given the same God as Creator and Preserver – Author and Finisher – and He unchangeable, why not the same law, and that Immutable?
The thought consoled me, gave me strength and peace. The distance between me and my ideal was no doubt great; but it would be reached by a natural process of which the duration, to a great extent, lay in my own hands. ‘God is no respecter of persons’; there is no royal road or cross-country cut to the throne reserved for an elect few, but One Way, which is ‘the way, the truth, and the life,’ and he who makes the attempt to climb by any other will be cast out as a ‘thief and a robber.’ No, no, the red-handed assassin neither by lip or heart confession can take one leap from the scaffold – untaught, still trembling, and with lips from which the echoes of profanity have scarcely died away – into the presence of that God who is ‘too pure to behold iniquity.’
Salvation does not guarantee a sudden transition from debauchery to the white-robed throng, from the ribald jest of profligacy to ‘sing the song of Moses and the Lamb’; it means ‘acceptance in the beloved’ when the penitent prodigal has carried out his determination to arise and go to his father – has made the pilgrimage from the far country to the homeland; passed the cross where he receives the promises and becomes an inheritor of that faith which ‘is the substance of things hoped for’; adopted into the family of saints and entering into the companionship of Christ, who will never again leave him or forsake him, he will be led on from glory unto glory, at each successive stage his soul unfolding that purity and holiness which will ultimately enable him to:
Dwell in the eternal Light
Through the Eternal Love.
My companion was by no means anxious to terminate my visit even though I had suggested it. He was happy – so happy – there; it was his home, and when I had an interval either in my reverie, or wonder, to bestow on him, I was conscious of the intensity of his fervent wish that it was mine also – but it could not be for the present, so next to that, he allowed me time to look upon it until the enthusiasm was strong within me, which declared it should be as soon as I could rise to its requirements; then a gentle pressure of his arm indicated his wish, and I turned away.
“How long have I been here – in this life?” I asked, when my power of speech returned to me.
“Only a few weeks according to the computation of earth,” he replied. “Why; are you tired?”
“No! I shall never be tired again, I can feel that; but I have learned so much and been so interested that I have never given a thought to time before.”
“Why have you learned so much?” he asked.
“That is a question you could answer best,” I replied.
“It is simply because you have asked so much. Your earth-life was one long note of interrogation; not so much to your fellow-men, for they did not understand – could not have answered – you; but your queries were to yourself, to us. Now you have commenced to find the answers in the little we have been enabled, at present, to do for you. But, remember, we have only begun, we shall be glad to continue presently; in the meantime I will take you to your home, where you may recall your experiences so far, while you rest for a while and get rid of those influences of the body which still cling to you, and would prevent your enjoyment of other revelations that await you.”
“Home,” I repeated; “did you hear my wish then, as I stood upon the hill? I have been so interested that I had not given one thought to this until I was looking upon yours, which made me wonder what distance could lie between the two. Was my thought a premonition of what was coming next?”
“Perhaps it was,” he replied; “come and see.”
Our way led through a succession of picturesque groves, alternated by lovely dells and glades, where we passed by few individuals, thus enabling our communion on many themes to be undisturbed, but I will not weary you with their recital here. I have volumes of greater experiences yet to relate, and if this effort but achieves its object, as expressed in
the earlier pages, I will come again and continue my pleasant task. As we walked along, I observed every now and then the bright thought-flash speed away from my companion in advance of us, while ever and anon a response came back, telling me that while he was instructing me, he was also holding converse with some distant friend. At that time I was unskilled in reading such correspondence and was therefore entirely ignorant of its nature, but whatever it might be it only aroused a passing curiosity in my mind at its novelty – my interest was entirely centred in the subjects we were discussing.
In passing through one glen, which from its extreme beauty excited my admiration and put an end to our communion, we – to me suddenly and unexpectedly – came across Cushna, Aryez, and several other friends who were unknown to me. These, at Myhanene’s suggestion, joined us, as he evidently did not wish to linger on the way. Shortly afterwards we met Eusemos and a company of choristers, who greeted us with a song of welcome; they too joined us, and we went forward listening to their music until we encountered Azena, with a large company of women, who came to meet Myhanene when they heard he was coming that way. Other additions were constantly being made to our numbers, many of the friends bringing instruments, others wreathed in flowers, as I had seen them in the festival, until we became the central objects in a long procession, joyful and exultant in the songs they sang to welcome my companion, whom I could not wonder they loved so well.
Presently we entered a narrow valley between two ranges of hills, at the extremity of which we ascended a gentle slope whose summit commanded a view of a city magnificent beyond any earthly comparison. In appearance it looked as if built of pinkish alabaster, in design a regular square, with avenues running east and west, north and south, sub-dividing it into numerous sections easily distinguishable from where we stood by the broad divisions, and luxuriant in the mass of foliage which robed the trees.
The buildings were elaborately ornate in character, and though of a considerable height, were in the main but of a single storey, with flat roofs, serving the double purpose of garden and promenade. Each palace – for only such a designation conveys anything like an adequate conception of their proportions – was surrounded by grounds of considerable extent, which in their arrangement displayed the varied tastes and designs of their residents, but the whole completed such a perfectly harmonious picture that Myhanene’s ideal of the ultimate harmony of differences spontaneously flashed upon my mind. Everything, everywhere, as far as the eye could reach, proclaimed wealth, luxury, and repose; and as I looked over the wide area of the city I asked myself if it were possible that I should find my home in such blissful abodes as these.
As we paused to survey the scene a chime of bells added their welcome to the music with which we were surrounded. This appeared to be a signal for all the city to turn out of doors, and the whole multitude came forward to meet us. One of the first was Helen, and close behind her came one and then another whom I had known in those horrid dens and purlieus of London. Some of them were persons to whom I had been sent by that mysterious influence of which I had spoken and that I could never understand; some I had helped by reading to them, while to others I had been of service in other ways; with some I had talked and tried to solve their doubts, endeavouring to reconcile their painful surroundings with the consistency of a God of love; to others I had attempted to explain my vague ideas of heaven or sought to give them some little solace by expounding my hazy theology, the recognition of more than one brought to my memory a forgotten promise we had made to meet each other ‘beyond the river,’ to which they were true of purpose, while I could only claim to be so by accident.
As I looked upon these well-remembered faces – in spite of the marvellous changes which had been wrought upon them – I felt that their number had somehow multiplied considerably, for though every single individual was well known I had no idea the aggregate was half so great. They were no longer paupers, as when we parted, but in the interval, had somehow – and there is only one how – been converted into kings and queens, priests and priestesses to God the Father, and I felt more than honoured now to renew our friendship.
When I had come to an end of the more personal congratulations, the music swelled again into a chorus, in which the whole multitude joined, of welcome home. It was at this moment that I realised that all this ovation was on my account, and yet I could scarcely believe it so until I turned to Myhanene and asked “Is this really for me?”
“Yes, my brother!” he replied, “in this city you will find your home for the present, and our friends have come to bid you welcome.”
Then I understood that the thought-flashes which had excited my curiosity were only signals, and our meetings with Cushna and other friends along the path were parts of an arranged programme, I, all unknowingly, being the central object.
The procession re-formed, but this time upon a much more imposing scale, and I was led forward, the honoured one in such an honourable company, with Myhanene still at my side and my more immediate friends and acquaintances grouped around. Tears of joy and gratitude were my only response to the soul stirring welcome accorded to me, and the tokens of affection lavished upon me on every hand; even the bells seeming to become instinct with life as they breathed forth a sympathetic congratulation. Turning down one of the nearer avenues I could see our leaders passing into the grounds of a palace so exquisitely laid out as to engage my attention beyond all others, even when I first caught sight of them in the distance. But when I reached the entrance, and its full beauty burst upon me, I paused bewildered, to ask what place it was. “Home,” was the only word my companion spoke in reply, and led me forward under the influence of such an ecstasy as one is sometimes permitted to experience in the domain of dreams.
On nearing the house I perceived that the draperies which in this life serve the purpose of doors, had been drawn aside, indicating that all were welcome to enter; but the multitude fell back to the right and left, their song ceased, and Myhanene took my hand and led me on. On gaining the entrance I saw the spacious porch fill with a company which might have been the angel host at that festival I had so recently witnessed. The central figure was clad in robes of light, though I did not recognise him, for my eyes, as yet, were too unused to look upon such brightness. Again I paused, but my guide, divining my thoughts, answered, “It is Omra”; there was no time for more words, we were nearly at the crown of the steps, and in another moment I felt an inexpressible thrill of joy as his arms were thrown around me, and he exclaimed:
“Welcome, our beloved one, in the name of our Father; enjoy thy, rest”; then he raised my head and kissed me, while the assembly breathed “Amen.”
I did not speak. What could I have said? Who could find language appropriate for such an occasion? But there was no awkward pause, or feeling of discomfort that something was expected which I did not know how to perform. Omra avoided that.
“What a multitude of friends you have with you,” he remarked in a persuasive manner, as an invitation to view the scene.
At the foot of the steps, in a distinctive group, stood all those London friends of whom I have already spoken, and to these he drew my special attention, saying:
“My brother, the Lord has promised that ‘they who sow in tears, shall reap in joy’; in these, our friends, I wish you to behold the fulfilment thereof. Here you may see, so far as it has yet been gathered, the harvest of your life’s work. You went to them bearing seed more precious than you could estimate, and though with a trembling hand and an uncertain knowledge you scattered it, still as the word of God it accomplished that whereto He sent it; now your day in the harvest field is over, your work done; you return to the God who sent and commissioned you, bringing your sheaves with you. In the name of Christ who redeemed us, I thank you for your ministry of love for inasmuch as ye did it to these ye did it also to Him.” In vain did I assure him that in the little I had been able to do I had been most greatly blessed; that the ministry to which he referred had been the bright spots in an otherwise most intolerable life; that the enjoyments which naturally accrued were far more than compensation for any sacrifice it might have demanded; while I was painfully conscious of how much I had omitted to do in comparison with the trifle accomplished. He knew all about it, as I should understand when at leisure to study the record of my work, which had been kept and was open to my perusal within. There I should see the nett results so far, compiled by one too wise to err in judgment or estimate. Then he gave me his benediction and departed, leaving Myhanene to further introduce me to my home.
I wish I could find words to convey even a faint idea of the beauty and completeness of that house, but if I attempted it I should fail, even at the outset. So that must pass. But there is one matter to which I must refer, because of its serious import to those still in the flesh. Jesus Christ, speaking of the many mansions in His Father’s house, said to His disciples, “I go to prepare a place for you.” But what about the furnishing thereof? This is a thought which had never once crossed my mind until I entered my new abode; then another great revelation was made to me. Every article of furniture, ornament or decoration, was most vividly associated with – as though it had been manufactured from – some act, word, or feature of my earth-life. It was a terrible truth to learn; how I wished I had known it earlier!
One of the rooms contained a series of pictures giving the record to which Omra had referred; at a glance I could see the result was by no means perfect. The original design, in every case perfectly visible, was always more or less spoiled in the equally apparent errors. In them I could easily detect the weaknesses I still laboured under, and the numerous defects which would need to be remedied before I could reach that higher link of life, from the view of which I had just returned. In studying this record, I could fairly estimate the work that lay before me, but was also conscious of the fact that such a home and surroundings wherein to undertake the task must in themselves be calculated to contribute half the success. Then again what inestimable advantages were available in the new and larger faculties which I had become possessed of; what companionships should I enjoy; what experience could I not consult?
Myhanene presently led me past one doorway, over which the curtains were closely drawn. I would have entered there, for some invisible power took possession of me; a voice from out the silence seemed to call me, and I paused in answer to its cry. But claiming my attention to other objects, as if ignorant of my wish, my guide led me up to the roof, from
which I could take another view of the city, and one which, in the time to come, would be the most familiar and valued from its associations. The air, and the interest the view aroused, overcame the agitation I felt in passing that forbidden door, and when I had grown quite calm, my companion said.
“Now, my pleasant duty is at an end for the present; come with me one moment, and then I will say adieu.”
When we again reached that door he waved his hand for me to enter alone, then passed out and was gone.
I knew what he meant. In that room one was waiting to welcome me home, for the touch of whose vanished hand, and the sound of whose voice my heart had ever cried and groaned; one who had sacrificed her life in giving me mine; one whose absence had sadly unfitted me for the battle I had been compelled to fight; one whose name I had frequently called upon in the darkness of my desolation without any answering response. Had she but been spared to me even for the first few years, so that the presence of her memory could have remained with me, how different might my life have been; the misanthrope might possibly then have become a man, playing a manly part in the regeneration of the world, and accomplishing some little work worthy of remembrance. But alas! the shadow born with me could not be dispelled, and the burden of its gloom was the cross which was now to be finally lifted from my shoulders.
Reader, when I was at the home of the Assyrian I stood, like you do now, upon the threshold of such another meeting; but you will remember I told you when that moment came, which was too sacred for a stranger’s eyes to look upon, I turned away that I might not: profane the occasion by my, presence. Now I would ask you to pardon me if I should leave you here while I pass through the draperies; and for the first time in my whole existence, that I know of, gaze upon that long-sought face. The ground across this slight boundary is far too sacred to me for strangers’ feet to tread at present; the vision awaiting me too holy to offer for public inspection. For me earth’s fitful fever now is over; I have safely found my way, by our Father’s goodness, ‘Through the Mists,’ and for the present, wishing you an affectionate adieu, I raise these silken folds, to find myself at home within the loving arms of – MY MOTHER.